La cordillera

Crítica de Marina Yuszczuk - Las 12 - Página 12

La cordillera es la tercera película de Santiago Mitre y se podría decir, después de El estudiante (2011) y La patota (2015), que hay una progresión en el nivel de ambición de cada una de estas películas, los universos elegidos para representar y el nivel de intensidad y trascendencia de sus conflictos: en la primera, Esteban Lamothe interpretaba a un estudiante de la UBA que empezaba a ascender en la política universitaria y se veía ante el dilema de “hacer las cosas bien” o traicionarse a sí mismo para seguir escalando posiciones. En La patota, Dolores Fonzi era la hija de un juez que enseñaba como voluntaria en una escuela del norte del país y a la que una banda de chicos violaba; ella por supuesto tenía la posibilidad de denunciarlos y hasta de obtener justicia (al menos en el sentido legal del término) dados los privilegios que le ponía al alcance de la mano la posición del padre, pero elegía no hacerlo y llevar adelante el embarazo que era producto de esa violación. En La cordillera, Ricardo Darín interpreta al mismísimo Presidente de la Nación Argentina, en este caso un ficcional Hernán Blanco que se presenta desde el comienzo como un tipo neutro, sencillo, desprovisto de rasgos salientes. Y eso, que por un momento podría asociarse con el bien, se va volviendo más rico y complejo a lo largo de la película para construir un tipo novedoso de villano.

Quizás ese sea el punto más interesante de La cordillera, que despliega alrededor de su protagonista un mundo deslumbrante, una especie de gran fresco lleno de personajes secundarios potentes, de drama que se intensifica para nunca estallar y de escenarios imponentes que necesitan, y usan inmejorablemente, la pantalla del cine para existir en toda su dimensión: desde la Casa Rosada a la que accedemos casi como intrusos al comienzo de la película, para encontrarnos de pronto en la oficina donde Mariano Castex (Gerardo Romano), Luisa Cordero (Erica Rivas) y otros asesores presidenciales deciden el destino de la vida pública en los próximos días, hasta el gran hotel emplazado en las montañas nevadas que con su estilo de hace unas décadas le da un aire levemente fuera del tiempo a todo lo que pasa en su interior (se sabe que a Mitre y a Mariano Llinás, su coguionista, les interesa más poner en escena conflictos de carácter universal antes que situaciones ligadas a la particularidad de un momento histórico), la película se percibe y se disfruta tanto en su grandiosidad como en la idea de interrumpir la vida protocolar de su protagonista con la presencia de una mujer perturbada que es su propia hija.

Así entra en escena Dolores Fonzi, que se luce como Marina Blanco. Marina se está separando de un hombre conflictivo, que puede manchar la reputación de su padre, y es necesario mantenerla a raya. Además, tuvo problemas psiquiátricos en la adolescencia y ahora parece que está volviendo a perder la cordura, por lo que el padre accede a una sesión de hipnosis para traerla de vuelta. Todas las escenas en que interviene la hija de Blanco son quizá lo mejor de La cordillera, que a través de ella quiere abrir una fisura en la imagen -impoluta, y también hay humor al respecto- de un tipo que no por nada se llama Blanco. La escena de hipnosis de Marina es brillante, quizá la más libre en una película que el resto del tiempo parece esforzarse por ser intensa y guardar una compostura presidencial, hasta rígida. Y cuando Marina y el padre manejan por la ruta y cantan aparece, por fin, un hombre de carne y hueso, un papá, en ese personaje que el resto del tiempo actúa sobriamente su papel de político. Más importante todavía: ahí Blanco, que además es Darín (la mejor carta que tiene el cine argentino), se vuelve querible. Pero, oh paradoja, pronto se sabrá que Hernán Blanco de blanco no tiene nada y que el mal está en él -un mal que recibe el mismísimo nombre de Diablo-. Hay algo infantil en todo esto, una cierta ingenuidad de blanco sobre negro que quizá no es cuestionable de por sí pero no cuadra con un cine ambicioso que, una y otra vez, vuelve como un adolescente impresionado sobre una idea básica de poder como sinónimo del mal.