La cordillera

Crítica de Alejandro Castañeda - El Día

Fascinante alegoría sobre cumbres, caídas y trepadores

Hernán Blanco es un flamante presidente argentino. Ha sido intendente y gobernador de La Pampa. Tiene algo de advenedizo y campechano. Es dueño de un presente brillante y de un pasado dudoso. Una cosa es el hombre público y otra, los secretos familiares.

Su primera misión oficial es participar de una cumbre de presidentes latinoamericanos, en Chile, que debatirá el proyecto de una alianza petrolera americana. Pero, antes de viajar recibe la noticia de que su ex yerno ha hecho una denuncia por corrupción.

Su hija, la ex de ese denunciante, está pasando un momento difícil y también viajará a Chile. Esta emocionalmente desbordada. Y entra en crisis. No habla. Un estudioso acudirá la hipnosis para sacarla de ese aislamiento. Y será desde allí, desde los sueños y las fantasías, donde el pasado irrumpirá para plantear sus dudas en este juego de oscuridades, falseamientos y negaciones.

El político no quiere que se indague en su vida íntima. El presente se controla, pero necesita que el ayer siga en la neblina. La cumbre presidencial avanza al mismo tiempo que avanza el desborde de su hija. ¿Los recuerdos son fabricados? El mal asoma desde la hipnosis para anticipar la estructura moral de un presidente que horas después de recibir la acusación de su hija, irá a lña cumbre y jugará con su voto a ser parte de ese Mal que andaba entre los sueños de su hija. Santiago Mitre, como ya lo había hecho en “El estudiante” y “La Patota”, acaba allí poniendo a su protagonista frente una decisión crucial que desafía su conciencia.

Absolutamente convincente, de notable factura, “La Cordillera” es un film inteligente y sutil. Las miradas, los detalles, el diálogo todo es creíble y consistente. Es una de esas películas que de entrada nomás, en un par de secuencias, nos anticipa que estamos ante una gran realización.

Sin forzar la marcha ni las acotaciones, Mitre retrata con justeza un clima donde imperan tensiones, ambiciones y desconfianzas. Aquí, cada uno defiende su parte. No sólo los presidentes. También los encontronazos entre el canciller y el jefe de gabinete dejan en claro que lo del trabajo en equipo es más un slogan que una realidad. Encuentros, tentaciones, revelaciones, todo está insinuado en el sutil entramado de un relato que atrapa y que tiene a su favor un sobresaliente rendimiento actoral. Darín está soberbio. Compone a la perfección a este presidente resbaladizo que vive en medio de un claroscuro impenetrable.

“Es un actorazo capaz de generar esa sensación de verdad cada vez que habla”, dijo Mitre. Y es así. El resto (Rivas, Fonzi, Romano) brilla a gran altura gracias al pulso firme de un realizador que marca sin subrayar, que no necesita de palabras para dar clima, que muestra que las cumbres tienen muchas caídas y que deja ver que al final los verdaderos secretos de Estado son los que presidentes guardan en su conciencia y en su memoria.