La comunidad de los corazones rotos

Crítica de Diego Brodersen - Página 12

En busca de alguna clase de epifanía.

La película del escritor y realizador francés Samuel Benchetrit está basada libremente en algunos fragmentos de su proyecto de largo aliento Crónicas del asfalto, una serie de novelas de tinte autobiográfico sobre anhelos difíciles de satisfacer.

El título local de Asphalte puede llevar a confusiones: no se trata, de ninguna manera, de un relato ligado necesariamente a los problemas del corazón, aunque la tristeza sea el estado general de casi todos los personajes. Algo parecido a esa palabra del alemán de difícil traducción, Sehnsucht, que refiere a un anhelo difícil de satisfacer. La película del escritor y realizador francés Samuel Benchetrit está basada libremente en algunos retazos de su proyecto de largo aliento Crónicas del asfalto, una serie de novelas –de las cuales se han publicado a la fecha sólo dos– que recorren de manera ficcional “los treinta primeros años de mi vida”, según afirma en la contratapa de la traducción al español del primer tomo. De esa manera, La comunidad de los corazones rotos no es tanto una adaptación del texto original como un desmembramiento o, si se quiere, un apéndice audiovisual del mismo. Aunque quizás lo mejor sea apreciarla como un ente autónomo, independiente de su origen literario. Para ello, Benchetrit logró rodearse de un compacto grupo de actores de reparto y tres figuras del cine internacional.

El señor Sterkowitz (Gustave Kervern) es el único habitante de un edificio de departamentos suburbano –donde, por otro lado, transcurren las tres historias del film– que ha decidido no aportar dinero para la instalación de un nuevo ascensor. Lógico: vive en el primer piso y nunca lo usa. “¿No oyó hablar de la solidaridad?”, le preguntan sus vecinos. Golpe de mala fortuna mediante, consecuencia de un accidente bastante ridículo, quedará imposibilitado de caminar y, por ende, de utilizar las escaleras. De manera absolutamente casual, conocerá a una enfermera (Valeria Bruni Tedeschi) con la que comenzará una relación de breves charlas nocturnas. Al mismo tiempo, una actriz caída en desgracia (la últimamente ubicua en la cartelera argentina Isabelle Huppert) se muda al complejo y entabla una relación con su vecino, un adolescente bastante despierto interpretado por el hijo del realizador. Finalmente, otra vecina, una mujer de origen argelino, se encuentra con la sorpresiva obligación de tener en su casa a un inquilino, un astronauta de la Nasa que acaba de aterrizar con su pequeño módulo espacial en la terraza del edificio (el estadounidense Michael Pitt).

Así barajadas las cartas, cada uno de los tres relatos –que la película alterna y entrecruza dependiendo de las necesidades dramáticas– retrata el encuentro de un ser solitario con una nueva e inesperada compañía. El tono, en líneas generales, es el de la comicidad tristona, agridulce, jugada a tonos moderados. Y también algo excéntrica, no sólo por algunos de los detalles de las tramas sino, esencialmente, por las acciones y reacciones de los personajes. Por momentos, podría pensarse en alguna lejana filiación con Aki Kaurismaki o el alemán Dominik Moll, aunque Benchetrit tiene su propia agenda estética. Rodada en el ahora en boga formato de 1.37 (casi cuadrado), Asphalte parece siempre en busca de alguna clase de epifanía para sus personajes y su énfasis en una bonhomía esperanzada termina funcionando como reflejo algo publicitario de los usos y costumbres cotidianos de seres comunes y corrientes. Cine dentro del cine: allí están las imágenes de La dentellière viradas al blanco y negro como pequeña reflexión meta-cinematográfica sobre la carrera de Huppert.