La cinta blanca

Crítica de Gustavo Galuppo - Espacio Cine

El planteo de La cinta blanca parte de la exposición algo elíptica de una situación siniestra que comienza a manifestarse en un pueblo de Alemania antes de desatarse la Primera Guerra Mundial (en realidad, la historia narrada culmina justo allí, con el asesinato del archiduque Franz Ferdinand en Servia).
La estructura coral propone como ejes del relato a las familias de los tres poderes del pueblo: el administrador, el párroco y el médico. El punto de vista, algo confuso, es el del maestro (es él quien rememora esos hechos desde la voz en off, pero lo que expone el relato escapa continuamente a la factibilidad de su conocimiento, pertenece en cambio al campo de una intimidad que lo excede y lo excluye). En ese grupo social, el patriarcado dominante y la educación religiosa férrea exponen su (doble) moral detestable en la que lo exterior oculta siempre una violencia inconmensurable y soterrada, una perversidad oculta bajo las buenas costumbres aparentes de la cual las víctimas son, principalmente, los niños (otro eje en el cine de Haneke, que aquí pasa a primer plano, el rol de los niños en una sociedad ya desintegrada, la pérdida -o la inexistencia como tal- de la inocencia); y de ahí las consecuencias perceptibles en la construcción del misterio planteado. Esa situación siniestra, esos hechos desestabilizadores, son brutales y misteriosas agresiones injustificadas que van socavando la débil estabilidad de la comunidad. La violencia perpetrada, claro, en gran medida, es física (como en muchos de los clímax de Haneke), sin embargo la escena más perturbadora del film es la agresión psicológica del médico hacia su amante, un acto de humillación insoportable pocas veces expuesto con semejante crudeza que se liga con ciertas situaciones de uno de sus films mas notables, 71 fragmentos de una cronología del azar.
El estallido más visible de violencia en Haneke es, aunque permanezca fuera de campo, físico, sin embargo lo más brutal siempre se manifiesta continuamente desde la agresión psicológica o emocional, producto de un estado de cosas no explicado (sólo sugerido) en el que lo humano constituye una excepción (inexistente ya) a la generalización del vaciamiento afectivo.
Pero lo que en su primer film, El séptimo continente, constituía la base de un sistema férreo y apabullante por lo clínico y austero de su puesta en forma (la extrema fragmentación del encuadre cerrado, gestos maquinísticos y repetitivos ejecutados por manos deshumanizadas, mecánicas e impersonales, despojadas de rostro e identidad), devino paulatinamente (casi película a película) en una concepción más ambigua de un cuadro abarcativo espacial y temporalmente. Lo paradójico es cómo Haneke, aún así, sostiene el concepto semántico del cuadro y el montaje desde una perspectiva visual aparentemente opuesta. De la fragmentación extrema a la imagen abarcativa (¿baziniana?, en parte sí, idea sostenida por él sin mencionar al teórico francés).
De todos modos, y certificando la ambigüedad de cada recurso técnico, tales concepciones de la imagen-cine comulgan en la evidencia de un recorte que patentiza la ausencia de todo lo no mostrado, la elipsis (espacial y temporal) como eje del sistema. Así, el horror que aquí hace metástasis sobrepasa lo exhibido y parece ser un mal mucho mayor, no del todo explicado, no del todo resuelto; pero sí justificado como efecto inevitable de una situación planteada (lo mismo, a diferencia del resto de su obra, sucede en la mucho más clásica La profesora de piano).
La extrema precisión casi quirúrgica de La cinta blanca decanta lentamente sobre una exposición de la maldad en su estado más puro e impensable (por momentos estamos casi frente a una película de horror al estilo El pueblo de los malditos de Wolff Rilla), su contemplación gélida de los hechos produce una distancia azorada y a la vez hipnótica, apoyada en un maravilloso blanco y negro (una imagen más pictórica, menos clínica que en sus films anteriores) y en la presencia inmutable de la naturaleza; y hay algo aquí que remite, aunque extrañamente, lejanamente, a ciertos aspectos de Dreyer o Bergman, y claro, siempre, a Bresson (“entonces, ¿quien gobierna el mundo?…”).
Lo que, de algún modo, parece desestabilizar un tanto el sistema-Haneke en esta película es la explicación psicológica de los hechos, como ocurría en la relación madre-hija de La profesora de piano, pero que estaba ausente en el resto de sus films. La ausencia absoluta de la exposición de motivaciones psicológicas generaba en sus otras películas la idea de una violencia injustificada y aterradora que sólo hallaba base en la construcción formal (puramente cinematográfica) de un mundo deshumanizado (y es esta misma concepción formal la que destilaba posibles causas, la que sugería un estado de cosas en el que esa violencia era inevitable). Sin embargo (y soslayando también este gran eje temático un poco simplista que constituye el germen del fascismo –El huevo de la serpiente…-), La cinta blanca no deja de confirmar a Michael Haneke como uno de los más rigurosos cineastas contemporáneos, dueño de una mirada gélida y perturbadora que no deja de escarbar (tan cinematográficamente) en las consecuencias aberrantes de una sociedad deshumanizada.
El cine de Haneke, aún hoy, es como un veneno lento pero preciso. Su mundo (tan parecido al nuestro, al de todos) está lleno de culpas y de culpables, la cuestión es que el castigo, como siempre, se manifiesta con violencia de los modos más impensables, injustificados y siniestros.