La cinta blanca

Crítica de Daniela Vilaboa - Leer Cine

DE ÉTICA, ESPÍRITUS Y RELATOS ASCETAS

Aclamada por la crítica y premiada en Cannes, la última película del director Michael Haneke, La cinta blanca, busca erigirse como una radiografía de la sociedad alemana en la que se gestó el nazismo. El depurado relato no alcanza sin embargo a cubrir con tan pretenciosa tarea, muy a pesar de su esmerada estilización.

A principios de s.XX, el economista y sociólogo alemán Max Weber escribió unos ensayos que se publicaron durante dos años en una de las revistas más prestigiosas de Alemania y luego, en forma de libro, con el título: La ética protestante y el espíritu del capitalismo. El autor planteaba allí una tesis que se convertiría en una de las teorías que más polémicas ha desatado en el ámbito de las ciencias sociales sobre la relación entre la ética del protestantismo y el espíritu del sistema capitalista. Como consecuencia de las excesivas reediciones y traducciones de los textos, los detractores de la teoría weberiana vieron en la misma un intento por refutar la teoría marxista del materialismo histórico. Una interpretación que estaba lejos de la intención de Weber, quien no pensó su tesis –que concibe una visión causal idealista de la historia y la cultura–, como la refutación de la teoría materialista que argüía su compatriota Karl Marx, sino como una vertiente más en el arduo y complejo proceso de pensar los procesos históricos.

A grandes rasgos, lo que Weber había observado y aquello que lo llevó a escribir sus ensayos fue que la ética de la religiosidad protestante (principalmente en sus líneas calvinista y luterana) había contribuido a la expansión del capitalismo por cierta afinidad con su “espíritu”. Cabe aclarar que Weber no consideró que el capitalismo fuera la consecuencia necesaria del protestantismo, sino que ambos estaban imbricados por una mera “afinidad electiva”. O sea que lo que Weber halló en la ética de la religión protestante fue una condición ideológica propicia para que el capitalismo evolucionara de la forma en que lo hizo, pues el ascetismo intramundano y la santificación del trabajo, dos principios básicos de dicha corriente religiosa, que conjugados con otras variables –como la económica, por ejemplo– propiciaron en determinado momento histórico las condiciones para el desarrollo del capitalismo moderno.

Michael Haneke, el reconocido director de cine austríaco (aunque nacido en Alemania), que cuenta en su haber con los más altos galardones del cine europeo y con el beneplácito de la crítica especializada, intenta en su última película, La cinta blanca, demostrar su versión de la tesis weberiana al pintar el fresco de una pequeña comunidad en un pueblito del norte de la Alemania inmediatamente anterior a la Primera Guerra Mundial.
Filmada en un depurado blanco y negro, cuya estética no puede dejar de compararse con la de Dreyer (con la salvedad de que en este caso fue rodada en color y luego, en postproducción, convertida), con una cámara que casi no se mueve en pos de escrutar cada mínimo gesto de los personajes o de remarcar su ausencia en el plano, con una banda de sonido sin estridencia alguna, como si con la sordidez de ese mundo visual monocromático bastara para generar la inquietud que se busca producir, La cinta blanca intenta erigirse en una radiografía de una sociedad en la que se gestó uno de los regimenes políticos más nefastos y oprobiosos de los que la historia de la humanidad puede dar cuenta. Sin embargo, no son tan claros los aciertos, pues, así como los detractores de Weber creyeron ver en su visión idealista de la historia la refutación de la teoría materialista, Haneke peca aquí por defecto al dejar de lado algunas otras cuestiones que se pusieron en juego en aquella época para dar nacimiento a tremendo horror, y deposita solamente en cierta ética religiosa las raíces ideológicas del nazismo. Un análisis un tanto reduccionista si uno se pone a pensar que este tipo de recortes sociales se podría hacer en muchos otros países de fuerte raigambre protestante en donde el nazismo no pudo afianzarse como lo hizo en la Alemania de la Segunda Guerra (el caso de Inglaterra es uno de ellos), o bien, en cientos de comunidades actuales en donde la educación y la religión siguen funcionando con una doble moral, en base a una culpa fundacional que gobierna todas y cada una de las acciones y un alto grado de perversidad e hipocresía (las noticias diarias sobre los curas adictos a la pedofilia es apenas la punta del iceberg de creencias y estructuras religiosas que se hunden en el anacronismo, la falta de ética y la detentación de un poder enfermo y maquiavélico).
Haneke inclina la balanza, al juzgar los motivos que dieron origen al régimen nazi, por la ideología que sustentó una educación severa y de un fuerte ascetismo religioso, y desdeña el gran factor económico, producto de la nada despreciable derrota del Imperio alemán a manos de los Aliados, en 1918, cuando finaliza la Primera Guerra Mundial. La Historia es más compleja de lo que parece.

El relato de La cinta blanca está construido en base a cuatro personajes, tres de los cuales son parte de un mismo lado de la moneda y el cuarto es su reverso. El médico, el pastor y el dueño de la estancia en donde se emplean todos los habitantes del pueblo son los arquetipos del mal, los modelos de los que la película se sirve para mostrar la doble moral, la falta de ética y de escrúpulos, la severidad educativa y religiosa, la represión sexual y la carencia de ella, la hipocresía, y la explotación feudal que imperaban en esa comunidad, modelos que a su vez son los que tallarán el espíritu de esos niños –pequeños perversos polimorfos–, la generación venidera. El cuarto personaje, el maestro del pueblo, que es quien nos conduce por el relato con su voz en off, cumple la función de marcar los buenos valores, la senda correcta de la que la sociedad terminará por apartarse con la intensidad de una caída por un barranco.

El ascetismo que Haneke le carga a la puesta en escena y a toda la dimensión del relato es afín a ese ascetismo que caracteriza al dogma protestante, una decisión que si bien está en concordancia con el tema, le quita la posibilidad a la película de generar algún tipo de emoción o empatía, por el contrario, el distanciamiento es total, no sólo respecto de los personajes, sino también respecto de la historia e, incluso, del drama o de la visión nefasta que plantea sobre la sociedad que se retrata. Viniendo de cualquier otro director, uno podría imaginar que éste es un recurso estilístico, una elección estética en sintonía con el tema al que la película alude, sin embargo, tratándose de Haneke, ésta parecería que es la única manera en que puede filmar, ya que el mismo efecto (por defecto) producen sus films anteriores La profesora de piano (The Pianist, 2001), Escondido (Caché, 2005) o Juegos Perversos (Funny Games, 1997). Michael Haneke se parece más a un sociólogo que a un realizador cinematográfico, busca hacer cuadros de situación, pequeñas e insidiosas disecciones de temas sin llegar a producir emoción, aunque sí cierta sensación de repugnancia o rechazo por todo aquello que sus imágenes sugieren. Pero con ello no alcanza, sobre todo porque además sus películas dejan sin resolver –en la mayoría de los casos– la poca intriga que sus tramas generan. Algunos podrían decir –de hecho el propio director lo ha declarado así en más de una oportunidad– que está más interesado en plantear los conflictos que en resolver las tramas. Pues bien, frente a esto uno también podría pensar que en realidad no sabe cómo hacerlo, no sabe cómo darles un cierre a las historias sin que eso implique que pierdan peso o espesura los temas. Pero parecería que es más sofisticado decir que lo que se busca es perturbar al espectador, plantear preguntas más que respuestas. Lo cierto es que puede hacerse todo eso y aun asi, encontrarle finales a las historias, finales que se ocupen de atar los cabos sueltos de la trama; la tarea más compleja a la que se enfrenta cualquier narrador (ya sea cineasta o escritor) y la que más se elude en el cine independiente actual.

Haneke, quizás, debería animarse a traspasar ese “ascetismo intramundano” que caracteriza a sus películas y ponerles un poco de pasión, de fuerza vital, aun cuando su mirada se siga depositando en las mismas miserias del alma humana, y aun también cuando acierta a convertir la cinta blanca en una ingeniosa y triste metáfora de la cruz esvástica y de la estrella de David que tanto unos como otros portaron (en el segundo caso, “debieron” portar) en brazaletes durante cierta etapa negra de la Historia.