La cinta blanca

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

El autor político. La última película de Michael Haneke, que transcurre entre 1913 y 1914 en una aldea del norte de Alemania, está tan lejos de ser un típico film de época como de representar una alegoría sobre los orígenes del nazismo. La cinta blanca es coherente con una obra sólida y rigurosa que, más allá del momento histórico y geográfico en que se desarrolla cada película, interroga el presente y revela con su cámara situaciones que invariablemente nos incomodan. Un cine político que se zambulle en el horror cotidiano con una extraña holgura, toma distancia del sujeto y genera una reflexión sobre los cánones establecidos. La puesta en escena depurada y compuesta por largos planos fijos, está siempre en función de su tema por excelencia: la violencia como consecuencia lógica de un sistema social y económico disfuncional.

Una historia alemana (de niños). Desde el primer plano, Haneke los ubica en el centro del relato. Los rostros indescifrables de esos niños rubios son el eje del misterio, partículas indefinidas alrededor de las cuales se mueven cuerpos más grandes: los padres, la iglesia, la nobleza, la escuela, la medicina y la policía. El rigor protestante de la comunidad genera una construcción social falsamente homogénea y funcional en la que cada uno ocupa su lugar, desempeña su papel y no sobrepasa su condición. Pero el orden es minado poco a poco por una anarquía profunda que revela la verdadera naturaleza de la sociedad, y pronto los acontecimientos asumen el aspecto inquietante de una condena eterna. La cinta blanca, como todas las películas de Haneke, posee una mezcla paradójica de control absoluto y apertura del sentido. Su confección meticulosa y obsesiva no impide que parte del relato policial quede sin resolver. La intriga crece, pero en lugar de encontrar una respuesta descubrimos las miserias de los habitantes del pueblo. Aunque los enfoques, el montaje, la luz y los actores estén dirigidos con una precisión escalofriante, el relato conserva zonas difusas e inciertas.

Ética de la representación. El maestro de la escuela es el único adulto al que la película le otorga una mirada ambigua. El joven lleva la voz en off del relato (es el encargado de interrogar el espanto) y protagoniza escenas sentimentales de gran nobleza aunque, a la hora de la verdad, abandona el terreno del crimen en lugar de cooperar. Por el contrario, la brutalidad del pastor y el regente con sus propios hijos no tiene matices y determina la supresión de los deseos y la voluntad. El uso del fuera de campo, que sirve para alimentar la intriga cuando los episodios misteriosos se suceden entre las imágenes, tiene también un valor ético cuando estallan los accesos de violencia física. En este sentido, la escena de fuerte anclaje bergmaniano en la que el médico tortura verbalmente a su amante, resulta mucho más chocante que los múltiples castigos físicos que ocurren a puertas cerradas.

La elección del blanco y negro evita el falso naturalismo, acentúa la distancia en el tiempo y marca el ahogo de las pulsiones y de los sentimientos. La impecable reconstrucción histórica va en la misma dirección, asimilando la incomodidad de la vida diaria a la fealdad de la arquitectura y los mobiliarios. La extensa profundidad de campo, las hábiles elipsis, la ausencia total de música y la perfección cromática constituyen una puesta en escena precisa que permite descubrir algunas verdades desagradables que yacen bajo el barniz de la civilización. Es entonces cuando la paradoja del cine de Haneke se fortalece y su espléndida forma contribuye del mismo modo a enredar la mirada, distraer el sentido y propagar una extrañeza inquietante.