La cima del mundo

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

El cine entre los silencios y deseos

La cima del mundo y Nosotros nunca moriremos ofrecen dos miradas de valía, en donde la cámara captura momentos íntimos, de alegrías y angustias.

Junto a los estrenos de la semana destaca, desde ya, la apertura de las salas. Todo indica que las películas convivirán entre la pantalla grande y el streaming. Como ejemplo preciso, de las películas que aquí se reseñan, Nosotros nunca moriremos se encuentra disponible en Flow y será el título con el que el Cine América de Santa Fe retome sus actividades el jueves próximo. Por su parte, La cima del mundo forma parte de los contenidos de la sala virtual de Puente de Cine. La convivencia entre opciones diferentes llegó para quedarse. (Pequeña nota al pie de una gran noticia: Tenet de Christopher Nolan, está entre los títulos que ofrecen las salas de Rosario).

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En La cima del mundo, la directora cordobesa Jazmín Carballo ensaya una película que cruza límites entre ficción y documental. En todo caso, estas categorías se vuelven inútiles, poco sentido tiene precisar en cuál de ellas el film tiene asidero. En su segundo largometraje, luego de Los besos (2015), Carballo acompaña la vida de Anastasia Amarante, en sus días y dudas, a lo largo de dos años. Pero también desde una puesta en escena que organiza el relato, en torno al deseo de Anastasia de dedicar su vida a la música. Si se intenta precisar el tiempo transcurrido, los dos años de rodaje no se condicen con el transcurso de La cima del mundo, que parece suspendida en la sucesión de algunas semanas o pocos meses. Lo que hace de la película un ejercicio notable entre su registro y la recreación de los hechos.

Ahora bien, en la operación estética de Carballo prevalece la verdad. Hay que ver el film y notar cómo, aun cuando la elección del encuadre recorte y el montaje altere el registro, los gestos y palabras de Anastasia son sinceros. Es ella hablando sobre sí misma, con sus miedos y deseos. No se trata de parlamentos ni nada parecido, sino de una exposición gestual y corporal ante una cámara que sabe cómo retratar lo que se le ofrece. Lo hace a través de planos cortos, casi cerrados. En busca de una intimidad, se diría, pudorosa. Una cámara tábano que no molesta.

En esta compañía –de la que seguramente exista mucho registro que ha quedado afuera- el vínculo entre Anastasia y su madre se revela central. La figura de la mamá se erige a partir de matices: el diálogo, el reto, el cuidado, la comida, las preocupaciones, los consejos, el canto; porque así como su hija, ella canta. Lo hace en su casa, mientras Anastasia quiere los escenarios. Entre las dos se articula una relación de cariño y agobio. La película captura esta esencia, que a veces destila algún gesto casi imperceptiblemente hacia la cámara y recuerda que ésta está allí, en medio de una situación privada.

En algunos casos, la cámara permite cierta perturbación, como sucede con la secuencia del desfile de modas, con Anastasia dando un show; es de los mejores momentos de la película, por el carácter algo extraño que concita: el canto de ella, realmente ante el público, y el desfile de chicas semidesnudas comandadas por una troupe masculina.

La cima del mundo ofrece también la certeza de saber que en Anastasia y su historia había/hay algo que movilizó internamente a la directora, y la llevó a perseguirlo. Lo que aparece no sólo es la persona de Anastasia, sino una serie de preguntas que la exceden, que son universales y laten de maneras diferentes en cada espectador y espectadora.

De manera coincidente, en Nosotros nunca moriremos la mirada documental forma parte de la propuesta. Su director, Eduardo Crespo, viene de realizar Crespo (La continuidad de la memoria) (2016), en donde el fallecimiento del padre del director acciona al film, situado en el pueblo natal del director entrerriano. También en esta localidad transcurre Nosotros nunca moriremos, película que acompaña a una madre (Romina Escobar) en la pérdida de un hijo.

Gran tarea de Romina Escobar en Nosotros nunca moriremos.
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La figura ausente del hijo comienza a enhebrar el relato desde situaciones vividas, compartidas con personas amigas o conocidas. A la manera de un collage de sensaciones repartidas, Nosotros nunca moriremos delinea a quien, aun cuando ya no esté, se hace presente: desde el relato de los demás y porque es la película misma la que lo revive. No hace falta aclarar cuándo se produce un flashback, el film de Crespo no tiene necesidad de marcaciones semejantes. Antes bien, deja que los detalles de quien ha partido sobrevivan en la piel y palabras de quienes lo conocieron.

El hermano menor vela por el recuerdo y acompaña a su madre, a veces sumida en sus silencios. Es una película de silencios. Aun cuando se hable y el sonido de los diálogos surja, lo que acontece es un misterio, bello y trágico, tan cierto como doloroso. Hay un detalle precioso entre los muchos que el film de Crespo –habitual colaborador de Santiago Loza- ofrece: un ejemplar mordido de El guardián entre el centeno. Ese libro, esa mordida, guardan historias. Por un lado, la de ese adolescente con quien tantos lectores y lectoras se sintieron cercanos; por el otro, la de salvar la vida de su dueño durante una de sus convulsiones. Un libro salvavidas, al que aferrarse con los dientes.

Mención aparte para Romina Escobar, cuya tarea sentida comunica sus silencios, en los el tiempo se altera. ¿Por qué murió su hijo? Algo más se sabrá, hay que descubrirlo, y dejarse acompañar por el cariño de algunas palabras, pero también por la frialdad de otras. Ella escucha, contempla. En algún momento, deberá llorar. Una gran actriz.