La chica sin nombre

Crítica de Lucas Moreno - La Voz del Interior

Culpas y verdades en el hospital

Aún sin estar a la altura de Rosetta o El Hijo, el último filme de los hermanos Dardenne es un ejemplo de cine austero e introspectivo.

Los hermanos Dardenne serán por siempre garantía de un cine sobrio y contundente, por encima de la media. La forma de reposar la cámara sobre sus heroínas (Rosetta, Lorna, Sandra) destila una bondad desafiante, una empatía que arrastra el planteo moral hacia territorios coherentes y tangibles. Partiendo de un individuo aislado y roto, perplejo ante una injusticia, los Dardenne reivindican un cine político, pero sin ningún rudimento discursivo o ligereza panfletaria. La crudeza social está en pos de redimir al personaje dentro de un contexto hostil. En este sentido, los Dardenne son profundamente humanistas.

El reverso de tener semejante impronta estética es la temible zona de confort. Hay una serie de recursos naturalizados que funcionan al tiempo que sofocan la imaginación, como los encuadres que colocan al protagonista en un centro excluyente de la escena y nos hacen ver a través de sus ojos el fuera de campo, o el austero diseño sonoro, o la exacta paleta cromática, o el oxígeno de las tomas, nunca abruptas ni aletargadas, e inclusive la tipografía de los títulos y créditos. Bastan cinco minutos para saber que estamos ante una película de los hermanos Dardenne.

La chica sin nombre regresa a los entresijos de la clase media francesa, aunque esta vez no gravitacionalmente, como en Rosetta (1999) o Dos días y una noche (2014), sino desde un lugar periférico, desde la óptica de una joven médica de guardia que renuncia a los privilegios de trabajar en un sanatorio para seguir viendo a sus pacientes marginales.

El guion le dará a la doctora Jenny Davin una razón: el asesinato de una mujer desconocida que irrumpe en su consultorio y ella se rehúsa a atender. Atormentada por la culpa, la doctora Davin querrá saber el nombre de la fallecida, extrayendo datos de sus otros pacientes.
El principal problema del filme es el predominio de la metáfora por encima de la historia: el policial existe para mostrar los síntomas de un cuerpo social enfermo. “Si te desconcentran, no podrás hacer un buen diagnóstico”, le dice la doctora Davin a un pasante en una de las primeras escenas, y todo lo que sigue será un desarrollo de esta hipótesis: descubrir qué tipo de patología agredió al tejido social para poder sanarlo y restablecer la armonía.

Si bien la impronta de los Dardenne no habilita el subrayado, esta idea palpitará con la presión demasiado alta viniendo de cineastas tan hábiles para la sutileza.