La chica sin nombre

Crítica de Héctor Hochman - El rincón del cinéfilo

En su décimo trabajo como directores de largometrajes de ficción, los hermanos Dardenne siguen rubricando su mirada humanista sobre la sociedad actual, fría distante, en este caso en la piel de una doctora que por avatares de la vida cotidiana se ve involucrada en un hecho trágico.
Jenny Davin (Adele Haenel) es una doctora de medicina general que tiene su consultorio en un barrio de clase media francesa, allí atiende a todo tipo de pacientes. Una noche, una hora después de haber finalizado su labor, suena el timbre, en contraposición al interno que trabaja con ella, decide hacer caso omiso al llamado.
A la mañana siguiente llega la policía buscando evidencia por la muerte de una joven que apareció muerta en las inmediaciones. No se sabe nada de ella, no hay documentos, nada que la pueda identificar, el registro de la cámara exterior da cuenta que la persona fallecida es la misma que había tocado el timbre.
A partir de esta situación, la facultativa se propone en un verdadero “tour de force”, culpa mediante, como motor impulsor, averiguar quién era esa joven.
Para ello debe renunciar a parte de su vida ya establecida, resignación a un puesto que acababa de obtener, mejor pago y en mejor lugar, para seguir cerca de donde ocurrieron los hechos.
Esto, como simple excusa que le sirve a los realizadores para establecer el egoísmo y la desidia de cada uno de los personajes, tal cual si fueran representantes de esa fauna humana, involucrados a partir de la investigación llevada a cabo, por momentos muy torpe, siempre importuna.
Todos anteponen sus propios intereses, algunos mezquinos, otros por temor e inseguridad, otros sólo por el que dirán, negando conocer a la que en vida fuera una inmigrante ilegal, que ejercía la prostitución como medio de vida. Hasta la policía que investiga el hecho le resta importancia por el único hecho del origen de la difunta.
Trabajada como siempre por Jean Pierre y Luc con la sequedad que los caracteriza, sin música de ninguna naturaleza, fotografía fría, sin climas, nada de empatía, apenas una especie de suspenso, o tensión sobre el desarrollo de los acontecimientos, con cortes espaciales aleatorios. Dentro de cada escena la cámara va siguiendo al personaje proporcionando a la joven actriz francesa, que ya tiene en su haber 28 películas, lucirse y cargarse sobre sus espaldas todo el relato, muy bien acompañada por los actores fetiches de los responsables del filme, en papeles más o menos relevantes Olivier Gourmet y Jérémy Renieré.
Un poco por debajo de sus antecedentes, incluyendo el trabajo de presentación, construcción, delineación y progresión de los personajes, que en este caso están casi obviados por la naturaleza del texto, los sexagenarios directores belgas nos muestran que no se resignan a que todo está perdido y eso no deja de dar esperanza.