La chica sin nombre

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

Una cuestión ética

Las películas de los hermanos Dardenne, como las de otros cineastas autores, se asemejan en ciertos aspectos. La pereza de algunos críticos hace que se confunda la coherencia apabullante de su obra con una mera repetición. De ahí a decir que su nueva película es menos de lo mismo, hay solo un paso. Pero lejos de ser una película menor, La chica sin nombre tal vez sea la más audaz de su extraordinaria filmografía. Manteniendo el rigor formal y el compromiso ético de su mirada, los cineastas evolucionan hacia una puesta en escena progresivamente depurada, para expresarse de un modo más sereno y sensible.

La joven doctora Jenny Davin, esmerada e íntegra, una noche se niega a abrir la puerta del consultorio a una persona que golpea fuera de horario. Al día siguiente, se entera de que aquella persona fue encontrada muerta en el río: se trata de una joven negra sin documentos. Jenny se siente responsable e intenta averiguar las causas de la muerte o al menos encontrar su identidad para que sea enterrada con su nombre. Los Dardenne hacen cine político a partir de situaciones específicas. A diferencia del cine de Ken Loach, ellos nunca formulan explícitamente un gran tema ni reducen a sus personajes a una dimensión unívoca. Los dilemas no pasan por largos diálogos, sino por la acción pura, la urgencia, el movimiento. Las fronteras, los inmigrantes, la preocupación por el otro o la indiferencia, son temas que surgen entre las imágenes.

El cuerpo habla

Jenny avanza en su investigación como doctora: escuchando a los cuerpos y descifrando sus movimientos internos. Todos los que están implicados o relacionados con la muerte de la chica sin nombre somatizan. Jenny detecta sus mentiras a través de un pulso que se acelera, una crisis de vómitos o un dolor de espalda. Los Dardenne han sido desde siempre cineastas físicos, extremadamente precisos para filmar el cuerpo de los actores, sus movimientos, sus gestos, su materialidad y su posición en el espacio del plano. Los directores logran captar la exterioridad del actor, una intensidad que es asociada a su mirada humanista cuando filman personas, pero que se sostiene con lugares y objetos.

La joven doctora no es culpable frente a la policía ni se siente en falta con las buenas costumbres del pueblo. Ella es culpable ante sus propios ojos. Jenny no tiene padres, amigos ni amantes. No es lo que en el cine convencional se conoce como “personaje”. Ella es la figura central de una cuestión ética. La tensión emocional que atraviesa la película proviene de la extraña mezcla entre esa abstracción ligada a la responsabilidad, y la encarnación del personaje por Adèle Haenel. De su cuerpo grácil, vivo y sensual, de su forma de hablar y de sus gestos, afloran simultáneamente caracteres contradictorios: la competencia profesional y la inquietud, la determinación y la incertidumbre. Esta combinación produce un efecto muy humano, una presencia física excepcional. La reflexión sobre la responsabilidad se transforma en un drama inquietante que pone en cuestión de un modo profundo y concreto las dificultades de vivir en sociedad.