La chica salvaje

Crítica de Andrés Brandariz - A Sala Llena

I forgot that you existed
It isn’t love, it isn’t hate
It’s just indifference

UNA DOMESTICACIÓN

Esbozar algún comentario cinematográfico sobre Where the Crawdads Sing me resulta bastante difícil. Se vuelve muy difícil sortear su medianía, su desgano, su esquiva capacidad de generar tensión, de jugar con las expectactivas, de trascender las formas más elementales del relato de ficción para adentrarse en la especificidad, en aquello que convierte a una película en un universo ineludiblemente propio.

Adaptando el best-seller homónimo de Delia Owens (el difícil de traducir “Donde cantan los cangrejos de río”, así y todo mucho más poético que el genérico “La chica salvaje”, título en castellano que le resta todavía más identidad a todo el asunto), la guionista Lucy Alibar organiza una estructura que propone flashbacks, saltos temporales y una batería de recursos narrativos que permiten maquillar un poco una historia mustia, poco interesante, cuyos oxidados engranajes sólo pueden mantenerse en funcionamiento con una presencia como la de la protagonista que afortunadamente -pero no merecidamente- posee: Daisy Edgar-Jones, quien alcanzara la popularidad gracias a la serie irlandesa Normal People. Algo de la sinceridad, la ternura y las complejidades de aquella serie le vendrían muy bien a Where the Crawdads Sing en la cual Edgar-Jones compone a una chica buena, buena, ¡buenísima! que ama la naturaleza, tiene un don para el dibujo y habita en una derruida casa familiar en los pantanos de Carolina del Norte.

Flashback va, flashback viene, de a poco se nos irá revelando (o enumerando: una revelación reviste cierta capacidad para el asombro, del cual esta película carece por completo) más sobre la dura vida de nuestra protagonista: tras sufrir el abandono de su madre y de sus hermanos por los maltratos de un padre alcohólico, eventualmente ella ha terminado teniendo que valerse por sí misma en aquella casa familiar. Sus experiencias en el amor han distado, también, de ser felices: ghosteada por su primer amor (quien, luego de enseñarle a leer y escribir e irse a la universidad, promete un regreso que nunca parece concretarse) termina involucrada con un segundo joven, que la convence menos y también parece ser un mucho peor partido que el anterior. Acusada del asesinato de este segundo amante la encuentra la película en su primer acto, como principal sospechosa y chivo expiatorio de una comunidad que la desprecia sin siquiera conocerla.

En este punto de partida -el de una ermitaña fuente de leyendas, odiada por una comunidad que la acusa injustamente porque siempre es más fácil expulsar al ajeno que señalar al propio- ya radican todas las dificultades de verosímil que la película plantea (que son muchas, y vuelven a la posibilidad de involucrarse con algo de lo que pasa en una hazaña realmente pedregosa). Where the Crawdads Sing nos pide que, de alguna manera, aceptemos un verosímil en el cual una joven blanca y hegemónica como Edgar-Jones -cuyo cutis parece ser el resultado de la mejor rutina de skincare que el dinero del primer mundo puede pagar, con un pelo Pantene impecable y refulgente, con ropas de segunda manera que parecen diseñadas a medida de la actriz- podría ser una especie de Robinson Crusoe del pantano, una paria que merece la desconfianza y el rechazo de toda la población. Daisy Edgar-Jones es una gran actriz y puedo creerle muchas cosas, pero “ermitaña del bosque” no es una de ellas.

A lo largo de dos horas que se vuelven muy tediosas, la trama deambula, pelotea, entre varias escenas de la vida de la protagonista que nos permiten explicar, obedeciendo a los más elementales criterios narrativos, cómo es que ella ha terminado en esa posición. Las escenas del juicio carecen de toda tensión, y son mayormente un disparador para remontarse a otras escenas, de mayor carga dramática pero igual de anodinas. Los dos galanes eventualmente entrarán en conflicto y ella encontrará la fortaleza para poder forjarse la vida que desea.

La película clausura con una potente revelación y encuentra, en una secuencia de montaje que recorre los últimos años de la protagonista, cierto vuelo. Lamentablemente, es entonces cuando Where the Crawdads Sing opta por clausurar el relato y pasar a los créditos, en los cuales Taylor Swift entona “Carolina” -compuesta específicamente para esta película-: “Oh, Carolina creeks/running through my veins…“. En estos dos versos de apertura, la cantautora ya captura algo que Where the Crawdads Sing jamás consigue plantear con los recursos del cine, una suerte de simbiosis entre cuerpo y naturaleza que ata a la protagonista a su tierra y, a la vez, la libera. Nos permite pensar en otra película posible, una más atenta a lo sensitivo y menos a la explicación, menos preocupada por construir relato a partir de volteretas temporales y más concentrada en las posibilidades poéticas de esta simbiosis. Lamentablemente el resultado es una película genérica, intercambiable, en el cual hasta la propia Edgar-Jones termina anulada, domesticada, por una producción que de salvaje tiene muy poco.