La chica del sur

Crítica de Rosa Gronda - El Litoral

Una aguja en el pajar de la historia

En julio de 1989, tuvo lugar en Corea del Norte uno de los últimos festivales que la vieja Unión Soviética celebraba cada tanto para las juventudes de todo el mundo. El fotógrafo y cineasta argentino José Luis García registró casualmente imágenes y discursos de aquellos días previos a la caída del Muro de Berlín y lo hace desde un enfoque subjetivo que trasciende fórmulas previsibles. En un arqueológico trabajo de montaje, rescata tomas en súper VHS (tecnología de aquel momento, hoy obsoleta), donde se detiene en esos entusiastas grupos juveniles llegados de todas partes del mundo, bajo banderas y cánticos solemnes. Se demora en las declaraciones ingenuamente candorosas de muchachitos dispuestos a cambiar el orden mundial con manifiestos y consignas, pero también subraya la lúcida intervención de un grupo musical que interpreta canciones de rock, contrastantes en su actualidad, con los envejecidos acordes de la Internacional, al tiempo que parecen ser la única voz alerta sobre la masacre de estudiantes en la plaza Tiananmen.

Entre tanto entusiasmo movilizante, capta su atención una jovencita veinteañera que surge como líder espontáneo de aquel encuentro, sorprendiendo con un emotivo discurso pacifista por la reunificación de las dos Coreas, divididas entre Rusia y EE.UU. desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Conocida como “La flor de la reunificación”, aquella joven (Im Su-kyong, la chica del sur del título), que viajó desafiando controles y peligros para deslumbrar con un avasallante y conmovedor discurso humanista, pasó luego varios años encarcelada en su país. La obsesiva idea de qué fue de aquella mujer pasadas dos décadas y con un mundo diferente, lleva al realizador a viajar -esta vez a la parte surcoreana- para entrevistarla.

Sobre el eje de la singularidad

De una manera muy poco convencional, la película trabaja la intriga, el conflicto y las emociones, manteniéndonos pendientes de lo que va a pasar. Mientras la primera parte se acerca más al registro político de una época y un lugar, la segunda se torna personal e intimista. La película se impone rescatar la singularidad de una vida ante el huracán de la historia, donde tanto el ojo como la voz, se permiten reflexionar sobre el propio proceso de un cineasta que ve en un personaje la condensación de lo que quiere rescatar en la vorágine del tiempo.

El relato tiene el mérito de combinar con armonía los diferentes materiales, los distintos tiempos y las múltiples aristas de la historia. Lo curioso es que el objetivo de la entrevista formal se va posponiendo mientras tiene la oportunidad de conocerla mejor en la vida cotidiana. Se trata de una búsqueda paradójica, que se revela tan insensata como inevitable y que se vuelve más confusa cuando más se acerca a su objeto de admiración. La película empieza con un viaje y termina con otro. Y no es sólo un viaje terrenal, sino también interno. Un recorrido que comienza desde la textura del VHS, a otra coyuntura política e histórica, un traslado a 1989, cuando Alemania continuaba dividida, Cuba era próspera, Fidel más joven y la URSS se dibujaba gigantesca y compacta en el mapa mundial. En ese contexto, García irrumpe como un paracaidista para grabar -sin saberlo- postales de un mundo a punto de cambiar. Estas imágenes se contrastan desde el presente, haciendo de “La chica del sur” una insólita plataforma para reflexionar sobre el fin de una época y el comienzo de otra con menos idealismos, más tecnología, menos humanización y más consumo de uno y otro lado.