La casa junto al mar

Crítica de Carolina Taffoni - La Capital

El cine del francés Robert Guédiguian (“Marius y Jeannette”, “Las nieves del Kilimanjaro”) siempre se caracterizó por retratar a las clases trabajadoras de su Marsella natal, bajo su mirada de militante de izquierda de larga data. Pero en su última película, “La casa junto al mar”, sin abandonar sus obsesiones, el director se centra en el paso del tiempo y en la marca imborrable que deja en las personas y los lugares. El planteo ya se vio muchas veces en la pantalla grande: después de años de estar distanciados, tres hermanos vuelven a reunirse cuando su padre sufre un ACV. En una casa con vista mar se encuentran Angèle, una actriz que culpa a su familia por un duelo que no pudo elaborar; Joseph, un cincuentón de izquierda visiblemente deprimido, y Armand, el único de los hermanos que se quedó a vivir junto al padre. Entre los hermanos van a surgir reproches, revelaciones y una nostalgia acallada pero poderosa por un pasado que dista mucho de este presente de ideales quebrados. Guédiguian maneja esa mezcla de sentimientos con gran precisión narrativa y con una sensibilidad justa que nunca desborda. Sus grandes aliados en ese sentido son los protagonistas — su mujer Ariane Ascaride, Jean-Pierre Darroussin y Gérard Meylan-, los actores con los que viene trabajando desde hace décadas. Ellos mismos aparecen en un flashback, jóvenes y felices, en un fragmento de la película “Ki Lo Sa?” (1986), mientras suena Bob Dylan de fondo. Sin embargo, no todo brilla en “La casa junto al mar”. Por momentos los personajes parecen demasiado autoconscientes y algunos diálogos suenan pomposos. Además, en el último tramo, el director mete con fórceps la subtrama de tres niños refugiados, como para reflexionar sobre la Europa actual y su contexto. Eso está demás, aunque el final de la película es irreprochable.