La casa junto al mar

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

Avec le temps

La luz del invierno ilumina una pequeña cala cerca de Marsella. Sobre un balcón redondeado, frente al mar, Jean-Pierre Darroussin dice que “antes era mejor”. Lejos del lugar común vacío, la frase tiene múltiples connotaciones: para el actor, para el cineasta y para los espectadores. Joseph evoca sus recuerdos de infancia con una nostalgia furibunda. La casa junto al mar es una comedia melancólica sobre el tiempo que pasa y el mundo que cambia. Estamos en el universo de Robert Guédiguian, un pequeño mundo humanista, solidario y generoso donde la palabra “burgués” es un insulto supremo. A pocos metros de un puerto humilde, está la villa del título original, decorada con la historia de una familia cuyos integrantes intentarán encontrar un antiguo espacio desgastado por el tiempo. Desde el prólogo, con una sutil sucesión de planos, la notable precisión y economía narrativa genera una emoción profunda que nunca abandona la película.

“Con el tiempo todo se va, las caras desaparecen”, canta el poeta Leo Ferré. Los tres hermanos se vuelven a reunir ante un posible legado en el momento en el que su padre vacila. “Aquella a la que antes intuías con un solo vistazo, en quién creías sin saber por qué, hoy ya no es nada”. Darroussin, Gérard Meylan y Ariane Ascaride: los actores de Guédiguian, su familia en el transcurso del tiempo, deben volver a poner en juego los mismos cuerpos en una historia recurrente. Frente al pequeño escenario está siempre el mar: el lugar a donde llegan las historias del pasado, del presente y del futuro. La película intenta juntar los tres tiempos, cruzarlos. En el extraordinario flashback donde los personajes aparecen mucho más jóvenes, en una película anterior de Guédiguian en el mismo puerto, todos terminan arrojándose al agua. Tal vez en las viejas redes de pesca se encuentren los destellos de un futuro posible, entre la ensoñación y los contornos de lo real, entre el drama y el mar.

La cala, el pequeño puerto, algunas casas, la vista de Marsella y el inmenso acueducto atravesado por los trenes, forman un conjunto que excede los datos objetivos del medio ambiente en favor de una mirada subjetiva a la medida de la comunidad. La película une en un gesto a los componentes del entorno. Una liebre comparte el maíz con los cuervos, la política como acción se plasma en el espacio. La comunidad, ante el imperativo de renovar lo que la caracterizaba hasta entonces, debe adaptar sus fronteras. Poner en práctica la hospitalidad: recibir a alguien en casa, hospedarlo y darle de comer sin esperar nada a cambio. Pero también la hospitalidad de un lenguaje que recibe la palabra del extranjero: Guédiguian tiene el oído atento a las voces distintas, singulares. Las relaciones de este pequeño grupo con el mundo se potencian con el advenimiento de una nueva infancia, pura y simple, que resuena en los ecos conmovedores del final.