La casa de Wannsee

Crítica de María Bertoni - Espectadores

Son incontables los documentales sobre las iniquidades que la Alemania nazi cometió en nombre de la “pureza racial”, y numerosos aquéllos que reconstruyen ese infierno terrenal a partir del testimonio de sobrevivientes y/o de sus descendientes. También es amplia la oferta de películas que abordan la cuestión de la identidad judía y su relación con el Holocausto.

Por otra parte, hace algún tiempo parece haber aumentado la cantidad de realizadores argentinos que encuentran entre sus parientes una o varias historias con potencial cinematográfico. Una buena porción termina interviniendo delante de cámara como narrador, entrevistador, a veces mediador.

Entre tanta obra acumulada, las producciones nuevas corren el riesgo de pasar desapercibidas. No es el caso de La casa de Wannsee, aproximación singular a las secuelas que la barbarie nazi dejó en los judíos alemanes, y a la familia en tanto conjunto de individuos cuya genética, educación y/o pasado en común rara vez los convierte en grupo monolítico.

El segundo documental de Poli Martínez Kaplun empieza en Buenos Aires, con un Bar Mitzvah, y termina en las afueras de Berlín, a metros de una tumba. Entre la ceremonia de confirmación religiosa de un hijo y la visita a la última morada de un tío abuelo, la realizadora reconstruye el derrotero internacional que los Lipmann-Wendrina-Kaplun iniciaron en 1937, mientras Adolf Hitler se afianzaba como Führer y Europa derrapaba hacia la Segunda Guerra Mundial.

La autora de Lea y Mira dejan su huella utiliza un hilo –rojo como aquél de la leyenda oriental– para marcar y vincular sobre un gran planisferio los países donde sus antepasados vivieron poco o mucho tiempo, después de haber abandonado su tierra natal. Este recurso cartográfico resulta clave a la hora de estructurar la historia de tres generaciones a lo largo de ocho décadas.

La casa mencionada en el título del film es el segundo gran pilar narrativo. Alrededor del hogar que fundaron sus bisabuelos alemanes, Martínez Kaplun hace girar la crónica de mudanzas internacionales, la noción de orígenes e identidad violentados, el curso de la Historia que dejó sus marcas en otra casa cercana a los lagos Wannsee: la Villa Marlier, luego Minoux, donde los nazis planificaron la eufemística “solución final“, es decir, el exterminio de los judíos de Europa.

La realizadora reconstruye el pasado que la interpela, con la misma delicadeza con la que años atrás retrató a Lea Zajac y Mira Kniaziew. La tarea es más compleja en La casa… porque exige poner el cuerpo en un sentido literal (ante la cámara) y otro metafórico (sobre un territorio personal y afectivo). También demanda una buena dosis de serenidad ante los reparos y desacuerdos de los entrevistados, algo infrecuente en el documental anterior.

De hecho, uno de los pasajes más interesantes del largometraje es el registro de una discusión familiar provocada por una pregunta –sin dudas pertinente– de Martínez Kaplun. La documentalista podría haber interrumpido la filmación de la reacción destemplada que empieza fuera de cámara, pero no lo hace y deja la secuencia en el corte final de la película. De esta manera queda probado que la genética, la educación y/o el pasado en común no garantizan una cohesión absoluta entre parientes.

Memoria colectiva y memoria individual a veces se sueltan las manos. Por esta razón, resultan tan saludables los ejercicios cinematográficos como éste.