La casa de los conejos

Crítica de Mariana Mactas - TN - Todo Noticias

Escrita en francés, el idioma en el que se crió y vive la autora, la novela La casa de los conejos se publicó en Francia en 2007 y un año después en la Argentina. Un texto que plasma la experiencia de Laura Alcoba durante su infancia clandestina en La Plata. En una casa “operativa” de Montoneros durante los primeros setenta. Antes de que pudiera salir del país y encontrarse con su madre en Europa.

En esa casa, con nombres falsos, un grupo de militantes organizaba ofensivas y preparaba una imprenta, escondida detrás de unas jaulas de conejos. Era la casa de Daniel Mariani y Diana Teruggi, que estaba embarazada y cuya hija, Clara Anahí, bebé robada por los militares, fue buscada hasta el día de su muerte por su abuela, Chicha Mariani, una de las fundadoras de Abuelas de Plaza de Mayo.

La directora de esta película, Valeria Selinger, traslada a imágenes la primera persona de su narradora: la mirada de una nena. Laura, que debe llamarse María, o el nombre que más le guste. Que no debe jamás decir su apellido. Que va a comprar pan, o a jugar sola, cuando los adultos necesitan su espacio. Que aprendió a callarse, y a no molestar. A ver a su mamá (Guadalupe Docampo) con pelucas de distinto color, a visitar a su papá en una cárcel extraña. A ir y venir con su abuelo (Miguel Ángel Solá) o a vivir en distintas casas que no son suyas. Y que, en medio de todo eso, sigue siendo una nena con ganas de jugar.

Con la estupenda Mora Iramaín García, de doce años, y nieta de desaparecidos, como esa pequeña protagonista rodeada de adultos, la película consigue mostrar, sin juzgar, ese fragmento de una muy particular vida cotidiana. En el contrapunto de la mirada adulta, que es también la del espectador, con el mundo infantil. Para los grandes, el peligro —y también el delirio suicida de esos militantes, creyéndose capaces de enfrentar a los militares en el poder, mientras criaban hijos— es una presencia constante.

Selinger es fiel al libro, acaso demasiado. Pero logra que el terror, aún suavizado por la centralidad de una nena que sigue siendo nena, mientras se tortura y mata, esté presente. Ese momento de terror, que se impregna como una mancha siniestra. Y que, como en Garage Olimpo, o Infancia Clandestina, por citar ejemplos más y menos recientes, pone los pelos de punta.