La casa de los conejos

Crítica de Gabriela Mársico - CineramaPlus+

Basado en la novela homónima de Laura Alcoba, escrita originalmente en francés, Manege, petite histoire argentine, y traducida al español como La casa de los conejos, el filme obtuvo importantes premios en varios Festivales. Dirigido por Valeria Selinger, el filme evoca y recrea los acontecimientos ocurridos unos meses antes del golpe militar en torno a un grupo de jóvenes montoneros escondidos en una casa de La Plata donde funcionaba una imprenta clandestina en la que se editaba la revista Evita Montonera; hoy convertida en Espacio de Memoria en donde vivieron y fueron asesinados todos los militantes junto a Diana Teruggi, cuya hija Clara Anahí, de tres meses, fuera secuestrada y permanece apropiada.

EL SILENCIO ES SALUD

La historia se desarrollará dentro de la casa ubicada en la calle 30 entre 55 y 56 de la ciudad de La Plata, que perteneciera a Chicha Mariani, fundadora de Abuelas de Plaza de Mayo, y madre de Daniel, que junto a Diana Teruggi convivirían durante casi un año, con otros compañeros de militancia hasta que el 24 de noviembre de 1976 un brutal operativo que duró varias horas terminaría masacrando a todos los que vivían en esa casa. Daniel sobreviviría algunos meses más porque aquel día había salido.

La historia basada en hechos reales es narrada a través de los ojos de una niña de ocho años, Laura (Mora Iramaín García) que pasó a la clandestinidad con su madre, obligadas a cambiar de domicilio, apariencia y nombres, a partir de la detención de su padre. Al llegar a la casa convivirán con varios integrantes del grupo revolucionario montoneros. La convivencia irá intercalando momentos de domesticidad, como arreglar el ajuar de una futura mamá, en este caso el de Diana que daría luz a Clara Anahi, o tomar la merienda mientras alguno de los militantes manipula las armas de combate.

Tras una fachada de centro de elaboración de conejos en escabeche se esconde una imprenta clandestina en la que se edita e imprime la revista “Evita Montonera”. Laura, al vivir en la clandestinidad, debe adoptar ciertas estrategias de supervivencia, tales como el encierro forzado y la imposibilidad de relacionarse con otras personas. Deberá permanecer en silencio, no podrá usar ni su nombre ni su apellido verdaderos, y se someterá a la autocensura, debiendo callar para salvar su vida. Tampoco podrá utilizar la cámara fotográfica que le ha regalado su abuelo. En este punto, la intromisión del objeto cámara en ese universo secreto hará estallar al ingeniero (Dario Grandinetti) ya que su uso supone el registro de esa realidad de encierro que debe permanecer secreta y nunca revelada. Es decir, la cámara sin rollo representa la imposibilidad de dejar registro de esa vida de confinamiento que debe ser ocultada, y cuyas huellas deben ser borradas para impedir ser detectadas por las Fuerzas represivas del Estado siempre vigilantes y al acecho.

EL CERCO

La directora, Valeria Selinger, comparte con la autora de la novela, mucho más que el lugar de residencia. Las dos viven en Francia, pero son argentinas, y pasaron su infancia en Argentina durante la última dictadura cívico-militar. En ese sentido las dos le han tomado el pulso en sendos trabajos al aire que se respiraba en aquellos años en que reinaban el miedo y el terror. El miedo a hablar, el temor a estar siendo perseguido, controlado, vigilado, el terror a ser encontrado y detenido, el temor a salir a la calle con la aprensión de ser seguido, y el temor de tener que vivir como prisionero en la propia casa cercado por una extrema vigilancia de patrullaje continuo, el temor a tener que deshacerse de papeles, libros y documentos que pudieran caer en las manos equivocadas. Así, en ese ambiente irrespirable de opresión y vigilancia, tuvieron que moldear la percepción para poder sobrevivir y saltar el cerco de la amenaza latente y la vigilancia continua.

LA CARTA ROBADA

Cuando el Ingeniero (Darío Grandinetti) levanta un embute, un escondite con una puerta de cincuenta centímetros y deja a la vista algunos cables, Laura le pregunta por qué no los esconde. Entonces el Ingeniero le explica, que al igual que en el cuento de Poe, La carta robada, para que algo no sea visto se lo pone al descubierto. La táctica sería poner al descubierto lo que debería esconderse, es decir, lo que está a la vista es con frecuencia lo que más nos cuesta detectar porque uno nunca imagina que lo que se busca pueda estar frente a nuestras narices.

Esto mismo, lo de la mirada y lo evidente, lo que se hace evidente pero no puede verse de tan evidente, podría leerse en el sentido de que cada uno de los ciudadanos que veía el terror que le salía al paso cada día y debía enfrentar como testigo mudo, redadas, allanamientos, palizas, incluso el secuestro de vecinos en las propias narices, no podían verlo de tan evidente. Porque su percepción se había permeado de ese horror ya naturalizado de tan acostumbrados a verlo todo el tiempo. Tanto así, que el sangriento Gobernador de facto de la Provincia de Buenos Aires de aquel entonces, el General Ibérico Saint Jean, había declarado, “no hay ignorantes, sino cómplices”.