La cárcel del fin del mundo

Crítica de Florencia Wajsman - Cinemarama

Llega a las salas porteñas el primer largometraje de Lucía Vassallo presentado en el 28º Festival Internacional de Mar del Plata. Bajo la producción de Habitación 1520, la directora brinda un recorrido a través de testimonios y documentos históricos filmados íntegramente en Tierra del Fuego, situando al espectador en el inhóspito y siniestro clima del Penal de Ushuaia. A simple vista se trata un documental, sin embargo, pueden captarse desplazamientos que ponen en jaque el género. Se nota en algunas decisiones de montaje que, si bien al apelar a lo poético refuerzan la atmosfera presentada, producen como efecto cierto resquebrajamiento del verosímil, dando lugar por momentos a la ficciónalización de los hechos narrados.

Las atrocidades cometidas por algunos de sus penados, así como el cruel, corrupto y burocrático sistema bajo el que eran dispuestos, contribuyen junto con la locación geográfica a la formación de un aura mítica alrededor del lugar. Desde la literatura, pasando por la producción cinematográfica y la música, se abordó desde diversas perspectivas la peculiar cárcel y las múltiples leyendas a su alrededor. Es por eso que el presidio que ha alojado a personajes que pasaron al estrellato como Cayetano Santos Godino – el Petiso Orejudo-, o el anarquista Simón Radowitzky, ha sido varias veces protagonista de la pantalla grande. Esto sin duda debió representar una dificultad para la directora que, en su intento por brindar una nueva perspectiva, optó por la superposición de relatos que dan cuenta de la historia y el desarrollo de la ciudad del sur Argentino.

Independientemente de la falta de originalidad del recurso, que en última instancia funciona a la perfección para el tipo de trabajo planteado, Vassallo logra por momentos atemorizarnos: transmite el frío, la desolación y la soledad de los pasillos que son filmados. Aún así, la acumulación de discursos desde los que se conforma el film impide una identificación total con ellos; cada relato exhibido no llega a ser explotado por la directora en pos de dar paso al siguiente, quedando de alguna forma desconectados entre sí, o inconclusos. Por otro lado, a esto se le suma la permanente irrupción visual de imágenes fotográficas, archivos y documentos, que a su vez son yuxtapuestos intermitentemente con escenas actuales del penal. Este juego anclado en el pasado-presente del recorrido de las instalaciones atraviesa la totalidad de la película, y es a partir de él desde el que se produce un doble efecto: por un lado se exalta la atmósfera y la carga emocional del relato, pero es justamente en esa potenciación en donde aparecen guiños de ficción y cuando la cámara deja inevitablemente de ser un testigo omnipresente para pasar a ser generadora de sentido. En este refuerzo de significación de las imágenes y narraciones se percibe un entorpecimiento, una pérdida en términos de fidelidad, que si bien suma en la construcción estética, hace surgir necesariamente momentos de ruptura en el relato. El choque de significados aparece en los cortes súbitos, cambios de iluminación y juegos de claroscuros y sombras; potenciados por la música, toman distancia junto con esa otra cámara que, simulando falta de intención, permite ver a un historiador y a la hija de un guarda cárcel paseando por las instalaciones, el equipo de futbol local con sus trajes emulando a los penados, o un grupo de señoras paquetas tomando el té mientras recuerdan cómo distinguían a los ex presidiarios en el cine de la ciudad por sus vestimentas. De esta forma, coexisten en La cárcel del fin del mundo ambas cosas: imágenes que por medio de la construcción poética producen efectos emocionales en el espectador, acompañadas por fragmentos de la vida real de los habitantes del lugar. El resultado es un breve panorama de una ciudad que ha sido construida en su totalidad a partir de la cárcel más austral del mundo, y que todavía al día de hoy continúa desarrollando su vida social y cultural en torno a ella.