La canción de París

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

Algún desprevenido tal vez haya visto en Christophe Barratier a un cineasta utópico incapaz de ocultar sus buenas intenciones, que con el drama histórico Los coristas nos enseñó que el autoritarismo no es necesario, ya que el pueblo puede ser educado a través del arte, la música y la emoción colectiva de un coro. Envalentonado con las mieles del éxito, ahora el audaz autor vuelve a destapar el frasco de formol y redobla la apuesta con La canción de París. La película es un elogio a la fraternidad, a la lucha mancomunada contra el desempleo (y contra los extremistas), que utiliza como único estandarte la plena confianza en la solidaridad. En esta ocasión, las viñetas edificantes incluyen una historia de amor, un drama entre padres e hijos y alguna que otra traición, todo bajo una estética de cartón pintado y fondo de acordeón.

El mensaje se pone de manifiesto siguiendo la trayectoria de dos personajes que se alternan el protagonismo: el antihuelguista Pigoil, que pasa naturalmente de la abdicación a la revuelta y del individualismo al ideal comunitario; y el imitador Jacky Jacquet que por su necesidad de ser reconocido como artista le vende su alma al diablo yendo a animar las reuniones de un partido de extrema derecha. El partido de los malos se llama “salubridad, orden y combate”. Porque los malos son corruptos, racistas, banales y asesinos. Y los buenos (la amplia mayoría, como debe ser) son unos vejados proletarios que desafían el contexto histórico con el corazón en la mano y reponen un espectáculo de varietés en un viejo teatro abandonado. Para que no hayan dudas, en el clímax de saturación, la voz off clama vibrante: “Corríamos de todo París para aplaudir a estos desocupados que hacían un espectáculo con su vida”. La canción de París es una fábula grotesca que remarca a cada paso los valores sobre los que se funda y logra que uno los termine despreciando sin culpa.