La canción de las novias

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

La canción de las novias es una película seria. Adusta, sería en verdad una palabra para describirla con mayor precisión, sino fuera porque la expresión no termina de hacerle justicia a algunas zonas particularmente luminosas de su metraje. La seriedad, en cambio, parece inapelable: la directora, celosa en el cuidado de las formas, no filma un dramón, no les concede a sus criaturas un respiro, ni tan siquiera bajo el aliento desmañado, oscuramente feliz de la hipérbole. Se decide a filmar apenas un drama cuyo principal figurante resulta ser el Diablo. En Túnez, durante la Segunda Guerra Mundial, desembarcan los nazis y de inmediato se abren bandos, obviamente. Hay espías, delatores, colaboracionistas. De fondo, cada vez que se enciende un aparato de radio, rechina (tan lejos, tan cerca) el oprobio de Vichy, con propaganda hablada en francés de la colonia a favor del Tercer Reich. La irrupción de la Alemania de Hitler y sus huestes es un fragmento histórico que se presenta como corresponde, con modales lo más graves y rutinarios que sea posible, mediante fotos fijas extraídas de los archivos de la protocolar memorabilia perteneciente a la época retratada. La Historia está congelada, ya hay veredicto sobre ella. Es en blanco y negro y establece el obligado telón de fondo para la tragedia.

En ese contexto, hay dos niñas. Son las novias a las que hace mención el hermoso título, desconozco si la canción igualmente hermosa que alude también a una chica pronta a casarse, y que se oye cada tanto en la película, se llama así. Se trata de una musulmana y una judía, que son vecinas y amigas inseparables, aunque de clases sociales diferentes. A la primera le está destinado en matrimonio su primo, por el que se siente atraída, por suerte para ella, y con el que regularmente tiene relaciones sexuales a escondidas en los techos de la casa. A la chica judía, en cambio, su madre la ofrece contra su voluntad a un médico acomodado con el fin de saldar una deuda acuciante contraída por el marido muerto. Al revés que en la otra pareja, a este novio le toca una compañera que no quiere ni por las tapas que le pongan siquiera un dedo encima. Al lado de esas dos situaciones, esos dos sistemas en donde el deseo fluye en ambas direcciones o solo en una, la película presenta un tercero, uno alternativo: las dos chicas se encuentran con asiduidad en un baño turco, convenientemente semidesnudas y junto a otras mujeres en igual condición. Más tarde, la chica judía le regala a su amiga un corpiño y le ayuda amorosamente a ponérselo. Luego, en otra escena, la chica judía es preparada para la boda, según el “modo oriental” que pidió expresamente el futuro marido. La cámara hace un plano detalle de los dedos de una mujer embadurnados con la cera mediante la cual va a proceder a depilar a la adolescente. Mientras su amiga la acompaña y asiste sosteniéndola por los hombros, la chica abre temerosa las piernas como si estuviera a punto de dar a luz y se exhibe la zona del pubis cuyo vello está pronto a desaparecer.

La directora se ha revelado de pronto como una experta en filmar cuerpos. En esa insospechada capacidad parece residir la vitalidad secreta de su película, el núcleo de esencial gracia y nobleza al que La canción de las novias ignora solo en parte. Ese tercer plano, esa “zona”, no termina de ser homosexual, permanece ambigua, irresuelta como portadora de deseo pero decidida como lugar de resistencia. Es carne siempre sufriente la que la habita y constituye, eso seguro. Pero es al fin también (sobre todo) carne de mujeres, a su modo sediciosa e insubordinada: en su primer momento de intimidad luego de la boda, la chica judía no quiere que el flamante marido le toque un pelo, se resiste, se le escabulle de la cama, y el tipo baja la cabeza y se resigna, acepta a su pesar. Cuando los soldados alemanes entran de sopetón requisando judías en el sauna, se llevan a la rastra a las que no tienen el velo islámico, es decir a las que están menos cubiertas que las otras. Son escenas breves, fugaces, que vienen a contrastar de modo palmario con el tono bastante convencional que afecta de manera general a la película.

Contra su alemanes de manual (el esquivo Fuhrer, fijo en sus fotos pero igualmente vociferante, los soldados impertérritos y eficaces) y la potencia arbórea de la dominación naturalizada (en Túnez, colonia francesa, los “nativos” no pueden compartir ciertos espacios públicos con los descendientes de europeos, por lo que la chica musulmana debe mirar desde lejos a su amiga probarse el vestido frente al espejo del negocio), La canción de las novias devela la fuerza apenas disimulada del encuentro de esos cuerpos a los que el orden se empeña en someter. Prácticamente sin escandalizarse, sujeta casi hasta las últimas consecuencias a la idea peregrina de un “cine de calidad”, en donde lo más importante es mantener las cosas en su sitio todo el tiempo que se pueda, la película alcanza a enorgullecerse de un hallazgo tardío: el fascismo tiene más de un domicilio.