La cabaña del terror

Crítica de Martín Iparraguirre - La mirada encendida

La cabaña del terror

El goce en cuestión

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El cine de terror ha sido el género menos transitado por esta columna. La razón es simple, aunque trasciende las determinaciones del gusto: hace tiempo que la industria ha hecho de este género libre como pocos, destinado naturalmente a pensar el mundo, una mera caricatura adolescente basada en la sobreexplotación retrógrada (y rutinaria) del sadismo y el morbo, que felizmente se suele adjudicar a la audiencia. El resultado es un cine primitivo e inane pese a su evidente obscenidad, que le cuesta relacionarse con el mundo que lo rodea y concibe sus vínculos con el otro de un modo conductista: como si el espectador fuera un perro de Pávlov o, en el mejor de los casos, un ser del Medioevo, criado en un universo de oscuras supersticiones y leyendas mitológicas. Pero el cine siempre da sorpresas, y el año nuevo comenzó del mejor modo con el atrasadísimo estreno de La cabaña del terror (mala traducción del original, La cabaña del bosque), filme norteamericano de 2011 que significó el debut tras las cámaras de Drew Goddard, habitual colaborador de J.J. Abrams al igual que su coguionista en la película, el célebre Joss Whedon.

Filme de espíritu fundacional, La cabaña… no es tanto una película de terror como una película sobre el cine de terror, que conscientemente hace explotar al género desde adentro a partir de la apropiación de sus códigos representacionales y sus mecanismos narrativos, su posterior deconstrucción y su destrucción final a partir de la parodia o su transformación radical desde la forma: con todo ello, Goddard compone un ensayo inclemente sobre la sociedad global contemporánea. Porque si el cine filma siempre el presente, ¿de qué habla entonces La cabaña del terror si no es de las formas del goce que propone el capitalismo actual? Formas que Goddard relaciona íntima y trágicamente a los sacrificios y las ceremonias rituales que suelen acompañarlos, con la sociedad del espectáculo de por medio, como secreto blanco de la película.

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Al inicio, cinco jóvenes se reunirán para viajar a una cabaña de campo a pasar el fin de semana, recientemente adquirida por un pariente de los protagonistas. Se trata de una situación arquetípica del género, como arquetípico parecen ser también sus protagonistas: el gran deportista (Chris Hemsworth), la rubia sexy (Anna Hutchinson), la hermosa e inteligente virgen (Kristen Connolly), su posible pretendiente (Jesse Williams) y el loco del grupo, en este caso un aficionado a la marihuana (Fran Kranz). El montaje ya nos habrá mostrado a dos posibles científicos de alguna corporación (Richard Jenkins y Bradley Whitford) preocupados por un fallido experimento en Australia, que deja sólo dos posibilidades, según mentan: Estados Unidos y Japón. Desde el inicio ya se sugiere así que hay varios niveles de lectura, por no hablar de puesta en abismo (incluir una narración dentro de otra): a poco de andar en la cabaña, ya sabremos que aquellos científicos pueden controlar desde un centro de monitoreo lo que sucede allí y en sus alrededores, como una versión oblicua de Gran Hermano. Y que los jóvenes no responden del todo a los estereotipos, especialmente el colgado que siempre fuma marihuana (hay una defensa directa del cannabis como agente de lucidez y rebeldía contra el poder). Pero lo que sucederá será siniestro, ya que los muchachos despertarán involuntariamente a una familia de zombis que intentará cazarlos uno por uno, con el auxilio de aquel panóptico que lo observa todo: el objetivo es conseguir su sangre.

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Políticamente subversiva, la mayor transgresión de la película puede pasar desapercibida, ya que tiene que ver con la propia escritura cinematográfica: ocurre que Goddard consigue apropiarse de los códigos formales del género y transformarlos sutilmente de manera progresiva. El ejemplo más elocuente está en el modo de tratar la violencia, que cuando irrumpa será en primer plano (aunque en una secuencia en contrapicado que irá enfocando la mano de la víctima), pero una vez que salga del cuadro quedará casi siempre en plano medio, a oscuras, o a veces fuera de campo, evitando la estimulación del morbo. Hasta un glorioso plano general en el que director y compañía desatarán un festín sangriento con la representación de todos los monstruos y criaturas que ha dado esta mitología postmoderna, componiendo un verdadero cuadro impresionista, una fantasía lúdica y desenfrenada que inicia la liberación final donde una entidad aún mayor desatará su fuerza contra el mundo (algo que ya sólo podremos ver los espectadores, en el gran plano de cierre). Todo esto, atravesado además por una mirada irónica que no esquiva temas urticantes, como la posición del público en semejante convite, que será parodiado en una secuencia donde los científicos y su equipo comenzarán una celebración mientras en las pantallas ven cómo un zombi asesina a una de las últimas protagonistas. Al final, Goddard habrá dejado sentada su posición sobre el género y sus formas, pero también habrá compuesto una lúcida reflexión sobre nuestro mundo, que aquí parece una inmensa maquinaria de esclavos y falsas deidades.

Por Martín Iparraguirre (Copyleft 2013)