La bruja

Crítica de Ignacio Andrés Amarillo - El Litoral

La ética protestante y el espíritu del bosque

Cuando nos enteramos de que “La bruja”, una cinta que a todas luces parecía transitar por el lado del terror, venía con reconocimiento del Festival de Sundance (Mejor Director en Drama Estadounidense para Robert Eggers), sospechamos que era algo especial. Y el subtítulo original nos decía algo: “Una historia folclórica de Nueva Inglaterra”. Porque uno de los logros de la cinta, antes de su realización, es su premisa fundante: ¿Cuál es el mejor ámbito para una historia demoníaca? No, el mundo de los adolescentes modernos, tan explotado por el cine de terror convencional, donde tiene que aparecer una vecina o un abuelo bibliotecario con un viejo volumen sobre demonología para aportar algo de información. Mejor es un tiempo y un lugar donde al Diablo se le conozcan las mañas, y sea un huésped no invitado a la mesa cotidiana.
Ese lugar es la Nueva Inglaterra original, en la actual Costa Este de Estados Unidos, pero en los tiempos posteriores a que el Mayflower transportara a los primeros peregrinos puritanos, protestantes calvinistas que huían de las persecuciones religiosas de los tiempos del rey Jacobo I de Inglaterra y VI de Escocia (aquellos que llegaron con miedo, según la mítica secuencia animada de “Bowling for Columbine”). Es decir, cuando los preadolescentes recuerdan la vieja Inglaterra, y hasta el perro que nació allá. En los tiempos en que se hablaba el inglés isabelino donde se decía aye en vez de yes; thee en lugar de you, y thy en lugar de your.
La fe y la gracia
La historia arranca con el exilio de William de “la plantación” (¿la colonia Plymouth original?), por ser demasiado fanático quizás de aquellas doctrinas. Así, el peregrino de sombrero con hebillas se va con su piadosa esposa Katherine y sus cuatro hijos a armarse una vida extramuros, en la linde de un bosque. Allí nace un quinto hijo, el bebé Samuel, mientras los mayores crecen asustados por la doctrina luterana de las “cinco solas”: aquella que incluye conceptos como sola fide (sólo la fe salva, independientemente de las acciones), sola gratia (sólo salva la gracia de Dios, nada que podamos hacer) y solus Christus (Jesucristo es el único mediador entre Dios y el hombre, por lo que hay que hablarle a él directamente). Y eso arrancando en números negativos, ya que cargamos con el Pecado Original y pecadores somos de la cuna a la tumba.
Hasta allí, la bruja del título no tendría ni necesidad de aparecer: la batalla contra el Diablo es cosa de todos los días, y la pintura que Eggers logra de ese mundo es impactante. Pero sí, lo sobrenatural entra a jugar en la historia, y cuando a la floreciente Thomasin, la hija mayor, le “desaparezca” el bebé a su cuidado, las cosas comenzarán a ponerse feas para la familia. Y ése es otro acierto: el balance entre los males que trae el Mal y la crisis de fe en Dios o en el prójimo que empiezan a vivir.
Día y noche
La puesta visual es una combinación de novedades y recursos conocidos, pero no por ello menos refrescantes. Estamos ante una cinta bastante diurna, donde el día tiene esa cosa fría y tensa como esperando la noche por venir (un poco al estilo del M. Night Shyamalan de “Los huéspedes”, o su bosque en “La aldea”). Están también los espacios abiertos, vírgenes y feroces de esa etapa primigenia de la colonización americana (recientemente revisitados, pero con una ambientación de casi dos siglos después, en “El renacido”).
Pero también se luce la fotografía de Jarin Blaschke, que se mueve entre esos paisajes y los interiores de la casa, iluminados por velas de noche y por el sol indirecto durante el día, manejando algunos claroscuros que bien logran ocultar o “semimostrar”, según lo demande el guión. La música de Mark Korven crea clima y se pone renacentista sobre el final. Hay también planos largos de rostros, que hacen temer un poco la llegada del contraplano. Y un detalle que parece casual pero que se va consolidando: los fundidos a negro que duran algún que otro segundo más de lo esperado y ejercen una profunda inquietud sobre el espectador.
Los rostros
Y el concepto de puesta visual incluye al elenco. Porque es un filme “de casting”, donde ya los rostros y los cuerpos elegidos dicen mucho: esos adultos envejecidos prematuramente, esmirriados; y esos niños con muy poco de infantil.
Anya Taylor-Joy como Thomasin, con unos ojos extremadamente grandes, como ventanas del alma. Ralph Ineson como William, flaco, fibroso y endurecido, un Cristo avejentado cuando corta leña con el torso desnudo. Harvey Scrimshaw como el pecoso y atribulado Caleb, un cordero sacrificial en su clímax, bajo la claridad azulada. Ellie Grainger y Lucas Dawson en la piel de los mellizos Mercy y Jonas, que miran con los ojos como pozos oscuros. Y la huesuda Katherine de Kate Dickie (la Lysa Arryn de “Game of Thrones”), que dando de mamar con cofia y cara de sufrida en la penumbra parece una escenificación de “Sin pan y sin trabajo”, el mítico cuadro de Ernesto de la Cárcova.
En síntesis: una agradable sorpresa para las pantallas y una buena manera para que el espectador católico argentino conozca la ética protestante (de la que hablaba Max Weber) de ancestros fundadores de Estados Unidos. Y de paso, descubrir que la bruja de Blair también tenía sus propios antepasados.