La botera

Crítica de Gaspar Zimerman - Clarín

Si el pasaje de la niñez a la adolescencia nunca es sencillo, resulta aún más complicado transitarlo en un entorno hostil, despojado de la mínima contención afectiva. Tati es una púber de 13 años que vive con un padre que no sabe cómo tratarla y que mata el tiempo vagando al tuntún por la Isla Maciel. Una única ilusión parece sostenerla: dedicarse a navegar en uno de los botes que hacen el cruce del Riachuelo entre Maciel y La Boca.

En su opera prima, Sabrina Blanco utiliza una cámara testigo para seguir de cerca los pasos azarosos de esa chica huraña por las calles de su barrio. La escuela no aparece en su horizonte como un camino posible y su padre está desconcertado por esas ganas de abandonar la casilla y salir al mundo a toda hora. Sin madre a la vista, para Tati lo más parecido a una figura materna es la mujer que maneja el merendero de la zona, en el que ella da una mano.

En una edad cargada de confusión y cambios, la protagonista tiene pocos sostenes a los que aferrarse. A Tati le cuesta expresar sus necesidades y sentimientos, y a sus dificultades para comunicarse se le suma la falta de interlocutores. En caso de que quisiera, no tendría con quién compartir las angustias del despertar sexual o su enojo con el mundo. Marginada por los chicos de su edad, el resultado es una soledad casi perfecta, apenas interrumpida por los diálogos infantiles con su aniñado mejor amigo.

Aun sin un conflicto dramático intenso -una carencia frecuente en el cine argentino actual-, La botera consigue atraer porque retrata la precariedad de un sector social sin caer en las maquetas de la marginalidad, sino mostrando las carencias afectivas antes que las económicas. Tati está empezando a dejar de ser niña para convertirse en mujer en un contexto adverso, en el que deberá abrirse paso a los codazos, nadie le explicará nada y todo deberá aprenderlo de sopetón.