La botera

Crítica de Diego Brodersen - Página 12

"La botera": un mundo difícil

Sobre la superficie de la materia bruta narrativa, la realizadora logra tallar los contornos de un universo que el film transforma en algo palpable, creando en el camino una pequeña heroína.

La vida de Tati no es nada sencilla. Por razones ligadas al hecho mismo de crecer, de cambiar, de madurar, no suele serlo para ninguna chica de trece años. Pero en el caso de la protagonista de La botera –opera prima de la realizadora Sabrina Blanco , que viene de participar en la Competencia Argentina del Festival de Mar del Plata– algunas de sus dificultades son evidentes en términos estrictamente objetivos. En parte porque la relación con su padre no parece atravesar el mejor momento, en parte porque la rutina escolar incluye sesiones casi diarias de bullying, en parte porque el contexto social y laboral en Isla Maciel complica aún más las cosas. Todo eso ha generado en su cuerpo varias capas de protección, una dureza exterior que parece funcionar como dique de contención para los movimientos sísmicos internos. Una cara de perro que es reflejo de cierta fragilidad y escudo desafiante. A Tati, además, comienzan a interesarle los chicos (uno de ellos, en particular), otro foco posible de conflicto. Da la impresión de que nada es sencillo en el mundo. Sobre todo en su mundo.

Ya desde las primeras escenas, que siguen a la protagonista desde la cocina hacia la cama y viceversa, la enorme influencia del cine de los hermanos Dardenne se hace palpable. La cámara, pegada a Tati, la acompaña mientras cena un par de huevos fritos de parada; a la mañana siguiente, hace lo propio cuando toma la leche e intenta despertar a su padre (el tucumano Sergio Prina, recordado por su papel en El motoarrebatador). El hombre es un “botero”, alguien que cruza pasajeros de un lado al otro del Riachuelo por un par de pesos, entre otros rebusques. Su hija desea seguir la tradición, usualmente reservada a los hombres, pero incluso eso parece estarle vedado, no sólo por su condición de mujer y por su edad sino por la venta reciente del bote familiar. En la actriz no profesional Nicole Rivadero, elegida luego de un casting en el que participaron jóvenes habitantes de Dock Sud, la realizadora halló el rostro ideal para componer a Tati, a quien sólo parece quedarle el camino de la rebeldía ligera mientras transita el comienzo de la adolescencia, a los tropezones y casi sin la ayuda ni el consejo de nadie.

El sexo es todavía algo atractivo y repulsivo al mismo tiempo, como lo confirmará en su propio cuerpo o ante un atisbo de intimidad ajena. Ayudar en un merendero también forma parte de sus actividades sociales y en secuencias como esa –u otra en la cual visita una salita de primeros auxilios– Blanco logra registrar, con firmeza y justeza, el entorno de la protagonista, sin cargar las tintas ni transformar el relato en la ilustración de un programa sociológico o ideológico. Un entorno geográficamente --humanamente-- muy cercano, que suele estar cercado por estereotipos y fatalismos, tanto del orden mediático como aquellos que forman parte del imaginario colectivo. Ese es el mayor mérito de La botera: sobre la superficie de la materia bruta narrativa, la realizadora logra tallar los contornos de un universo que el film transforma en algo palpable, creando en el camino una pequeña heroína con la resistencia y el coraje suficientes para resistir y, tal vez, sobreponerse y vencer. La bella escena en la cual se anima, finalmente, a meterse en el ensayo de una coreografía practicada por sus vecinas parece señalar en esa dirección.