La biblioteca de los libros olvidados

Crítica de María Bertoni - Espectadores

El hallazgo de una gema literaria en un depósito de novelas y ensayos desahuciados constituye el disparador de La biblioteca de los libros olvidados, comedia amable que parodia con destreza el género policial contemporáneo. La película de Rémi Bezançon invita a resolver –no un asesinato, un secuestro o una desaparición– sino un presunto caso de autoría apócrifa, con el principal sospechoso muerto… a manos de la enfermedad de Alzheimer.

El misterio Henri Pick es el título original de este largometraje, así como de la novela de David Foenkinos que lo inspiró. El investigador del enigma en cuestión no es policía ni detective privado sino el conductor de un programa de televisión sobre libros. El Jean-Michel Rouche a cargo de Fabrice Luchini evoca el recuerdo de Bernard Pivot y su Apostrophes y, por estas latitudes, de Osvaldo Quiroga y su Refugio de la cultura.

[Dicho sea de paso, Pivot entrevistó a Luchini a mediados de 2001, en el programa televisivo que reemplazó a Apostrophes, Bouillon de culture].

El co-guionista y director sabe combinar el suspenso propio del thriller policial con la caricaturización de aspirantes, popes, agentes de la industria editorial francesa, y de esa buena porción de galos que sacralizan la escritura y la literatura, sobre todo aquélla producida en su país. De esta amalgama de intriga y humor, surge una propuesta singular y entretenida.

La biblioteca de los libros olvidados suma puntos gracias a las actuaciones del todo-terreno Luchini, de la ascendente Camille Cottin y de la legendaria Hanna Schygulla. También operan a favor las postales que el director de fotografía Antoine Monod tomó en el departamento francés de Finisterre, donde transcurre la mayor parte de esta adaptación fiel a la obra original.

Algunos espectadores encontramos un poco apresurado el desenlace. Desde esta perspectiva da la sensación de que Bezançon llegó cansado al término de esta aventura cinematográfico-literaria que podemos ubicar, sin ninguna intención provocadora, con perdón de los fanáticos de Umberto Eco y Jean-Jacques Annaud, a una distancia prudencial de El nombre de la rosa.

Por lo pronto, Rouche comparte tres cualidades con el insuperable monje William von Baskerville: la experiencia, la intuición y la obstinación necesarias para reconocer el origen non sancto de algunos libros.