La bella y la bestia

Crítica de Laura Osti - El Litoral

Un clásico con exceso de maquillaje

La base del relato es la misma del cuento tradicional: un padre de familia viudo que por una mala jugada del destino cae en bancarrota; al intentar recuperarse, sufre otro duro revés que lo empuja más hondo en la desgracia; en esa situación límite, se topa con un ser malvado y despiadado que le exige su vida u otra vida significativa a cambio de algo que supuestamente el hombre le sustrajo indebidamente; la hija bella y buena que, para salvar a su padre y al resto de la familia, decide entregarse al malvado, quien la colma de halagos tanto como de torturas en un encierro claustrofóbico y asfixiante, y el amor que nace donde menos se lo espera y que todo lo puede, incluso ablandar al monstruo y volverlo a la forma humana...

Todo el mundo, o casi, conoce la historia de La Bella y La Bestia, un cuento de origen anónimo que integra el repertorio del imaginario colectivo de todos los tiempos.

En esta ocasión, el realizador francés Christophe Gans (“Pacto de lobos”) ofrece una versión, de producción franco-alemana, coescrita con Sandra Vo-Anh, respetando los nudos centrales que presenta la trama de conflictos del original y añadiendo algunos vericuetos y personajes, que intentan sumar intriga y complejidad al argumento.

Los actores que tienen a su cargo los papeles principales son bien conocidos por la platea cinéfila: el veterano actor francés André Dussollier asume el rol del padre; la hermosa Léa Seydoux, es Bella, y el duro Vincent Cassel, es La Bestia. A ellos se suma el actor español Eduardo Noriega, que interpreta al villano Perduca, un personaje inventado por los guionistas de la película.

Bella tiene dos hermanas, que cumplen el rol clásico de ser las envidiosas, haraganas y egoístas de la familia, que sólo piensan en pescar algún marido rico y seguir holgazaneando y criticando a los demás. Pero Gans y VoAnh incluyen además otros tres hermanos varones, de los cuales, uno, es la oveja negra de la familia y el que pone en aprietos al padre en su peor momento, por sus oscuros vínculos con el tal Perduca.

La cuestión es que el mercader, dueño de una flota de barcos, pierde todo a raíz de una fuerte tormenta en alta mar. Cuando trata de recuperarse, un problema de papeles lo deja otra vez en la miseria. Y encima, cuando va en busca de su hijo, se topa con la banda de Perduca que lo toma de rehén para reclamar una deuda del muchacho.

Toda esa subtrama no está en el original, pero en la película, se desarrolla en forma paralela al relato principal, que muestra las vicisitudes de Bella en el castillo de La Bestia, donde se entera (mediante sueños reveladores) que el monstruo es un príncipe encantado por un castigo del Dios del Bosque a raíz de una acción del joven que lo ofendió profundamente.

A todo ello, hay que agregar que en el presente imaginario, el cuento es narrado por una madre a sus hijitos, un niño y una niña, como es tradicional, durante la noche, antes de dormir.

Así, con un gran despliegue visual con mucho retoque digital, todas las historias se van engarzando una con otra en un escenario donde conviven bosques animados, colores estridentes, gigantes de piedra y ambientes inspirados en la estética rococó, hasta confluir en una sola, cuyo desenlace final se reserva una última vuelta de tuerca, que termina borrando por completo los límites entre fantasía y realidad.

Para rodar esta película, la producción contó con un abultado presupuesto y al parecer se lo gastó todo en vestuario, efectos especiales y escenografías rimbombantes, pero se quedó corta con el guión y la dirección actoral, mostrando a unos personajes que no consiguen transmitir emociones, apareciendo siempre muy acartonados y como forzados en papeles y escenas poco convincentes desde el punto de vista dramático.