La ballena

Crítica de Marcelo Zapata - A Sala Llena

Charlie es un hombre gordo, patológicamente gordo, obscenamente gordo. Pesa alrededor de 270 kilos, vive al borde del infarto y el ACV por la hipertensión y otros males, no puede moverse dentro de su pequeño departamento si no es con un andador, y pasa la mayor parte del día sentado frente a la TV y la notebook, comiendo; la primera imagen que tenemos de él, la que elige Darren Aronofsky para presentarnos al personaje, es brutal: Charlie se está masturbando mientras mira un film porno gay en la computadora, cuando lo sorprende un joven pastor religioso que entra en su casa sin llamar.

A nadie que conozca el cine de Aronofsky, director de Réquiem por un sueño y Cisne negro, le sorprenderá esta escena, coherente con un estilo que se prodiga en toda clase de morbos; por el contrario, lo que llama la atención es que sea la única escena tan gráfica de toda la película, ya que el tema y el personaje lo habilitaban para un festín de efectismos. No los hay.

Después de tal presentación, y a medida que se va conociendo la historia y el calvario del protagonista, la mirada cambia, aunque siempre persiste una duda, y esa duda es la nota distintiva del film y lo más rico que tiene: la ambigüedad moral del personaje, y las emociones contrastantes que despierta en el espectador: ¿qué le provoca Charlie a Aronofsky y qué transmite a través de su propia mirada? ¿Empatía, piedad, condena o simplemente repugnancia? El mismo Charlie se lo pregunta sin ambages al pastor: “¿Yo te doy asco?”

El guion está basado en una obra de teatro de Samuel D. Hunter que, por lo que se sabe, tiene una buena parte autobiográfica: Hunter también fue gordo (nunca tanto como Charlie), aunque luego adelgazó; de jovencito, sus padres lo condenaron cuando salió del placard (Charlie está casado y tiene una hija cuando se enamora de un alumno, escándalo que conduce a que su esposa lo abandone y le impida ver a la hija); finalmente, a Hunter lo enviaron como misionero a una comunidad evangelista en la que jamás creyó (la parte representada por el pastor en el film). La pequeña ciudad donde transcurre tanto la obra de teatro como el film es Moscow, estado de Idaho, donde la vida y las libertades no son las mismas que en Nueva York.

No es improbable que el contraste entre el mundo de Hunter y el de Aronofsky produzca esa ambigüedad a la que se aludía antes, y haga comprensibles algunas caídas de la película en lo llanamente sentimental (no atribuibles al cineasta sino al dramaturgo). De esta forma, La ballena se mueve en esas aguas procelosas en las que se mezclan la autodestrucción y la carencia más absoluta de redención, con un atisbo de esperanza y hasta un brillo de bondad.

Porque en la mirada triste, profunda de Brendan Fraser, detrás de esos kilos de látex, maquillaje y, también, bastante más peso real que en sus ágiles años de La momia y George de la jungla, hay bondad. Una bondad infinita y desesperada. Es una mirada que, probablemente, al espectador argentino de cierta edad le recuerde la de un actor fallecido hace tiempo, Tincho Zabala, en cuyo rostro (también rellenito, pero no a ese punto) convivían siempre la comedia y la tragedia.

La única persona que parece querer a Charlie es Liz (Hong Chau), la mujer coreana a quien al principio creemos sólo su enfermera, aunque su relación con él va más allá (lo que se sabe bastante más adelante). Liz trata a Charlie como aquellas personas que suministran jeringas a los adictos para que no enloquezcan: le lleva baldes de pollo frito de KFC, sándwiches enormes, chocolates que él acumula en un cajón de su escritorio para las crisis de angustia. Diariamente, también, un muchacho de delivery le deja a la puerta varias pizzas, que él paga con un billete que deposita en el buzón del correo. Se hablan sólo a través de la puerta. Charlie no quiere ser visto porque su cuerpo, su “humanidad”, como solía traducirse en las viejas novelas policiales, lo avergüenza.

Tampoco permite que lo vean sus alumnos de literatura. Él mantiene su cátedra universitaria, y la pandemia lo ayuda en el ocultamiento: sus clases son online y en el damero digital aparecen los rostros de todos los participantes, salvo el suyo. Cuando le preguntan por qué, responde que la cámara de su notebook no funciona: ese cuadradito negro es Charlie, una voz sin rostro que discurre sobre Moby Dick, la gran ballena blanca. Charlie es la ballena que habla de otra ballena, y que pretende ser su propio capitán Ahab, destruirse a sí mismo. De nada sirven los reproches de Liz, quien sólo precipita su muerte. Él jamás le hace caso cuando ella le ruega que vaya a un hospital porque, dice, carece de recursos (de paso, eso también recuerda que en los Estados Unidos no existe la salud pública gratuita).

Ahondar en la relación entre Moby Dick y Charlie sería estropear demasiado su argumento (qué difícil es a veces eludir el detestable anglicismo de “spoilear”). Baste agregar que con la novela de Melville también está involucrada Ellie (Sadie Sink), su hija, a quien la madre (Samantha Morton) arrebató de su lado a los ocho años, cuando salió a la luz el affaire de Charlie, entonces de peso normal, con aquel alumno de un curso nocturno.

La reaparición de Ellie en su vida le permite a Aronofsky ir más a fondo en el buceo de la crueldad, de la intransigencia y la falta de compasión. En las escenas entre ambos, al igual que las que ella comparte con Liz y sobre todo con el pastor religioso (Ty Simpkins), la película deja de lado esa base de empatía, o mejor dicho de forzada empatía, que arrastra de la obra de teatro. Es un Aronofsky puro. Charlie ya no es la víctima de una feroz depresión a quien es necesario tenderle una mano, ayudar para que se cuide y no muera, sino un monstruo, el Leviatán bíblico citado por Melville, el demonio de adiposidad que debe arder en el infierno. El film, un film realmente incómodo, deja en libertad al espectador por cuál lado optar.