La ballena

Crítica de Fidel Serrano - Bendito Spoiler

Algo de lo previsto es certeza. Luego de cinco años de silencio tras Mother!, en La Ballena Darren Aronofsky nos vuelve a arrojar bien hondo en el pozo de sus obsesiones. Brendan Fraser interpreta a Charlie, un profesor de cursos universitarios de escritura que sufre de obesidad crónica y se encuentra al borde de la muerte. De un optimismo inconmovible a pesar de sus múltiples contradicciones, Charlie buscará la ablución más anhelada: el perdón de su hija Ellie (Sadie Sink).

Si los excesos, el morbo, lo crudo y lo onírico son las líneas directrices en gran parte de la filmografía de Aronofsky (Requiem for a Dream, Black Swan, Mother!),La Ballena transita otras sendas. Motivos del viraje bien podrían encontrarse en la sensibilidad de los tiempos que corren como en la presión que implica el material de adaptación, la pieza teatral homónima del propio guionista: Samuel D. Hunter. El lúgubre departamento de Charlie como única locación, la constante entrada y salida de secundarios, la división de la acción en días como si fueran actos y la centralidad de los diálogos dan cuenta del peso de la obra de referencia.

Sí, destellos repugnantes los hay. Lo esperable sucede, pero no en la cantidad con la que Aronofsky supo cargar otras obras. Sí, la cámara enfatiza a Charlie como una masa amorfa. Y sus atracones con sus correspondientes estridencias guturales y consecuentes devoluciones en el suelo del departamento aparecen. Lo esperable sucede, emerge la fuerza mimética, representacional, del medio cinematográfico. Pero como un elemento más.

Traducible en: no es gratuita la crudeza de la imagen. Se urde un efecto al que el otro (Ellie, Thomas el pastor, el espectador) responde. Y que verdaderamente punza cuando los diálogos —solo en los tramos que logran sagacidad— así lo permiten. Ahí cuando Charly pregunta “¿Soy desagradable?”, y la interpelación va por dentro como por fuera de la diégesis.

Encorsetado, entre algodones para sus propios parámetros, pero en La Ballena Aronofsky está. Se vislumbra su mano operando para incomodar al espectador. No solo desde el diálogo y el énfasis en el trabajo de maquillaje protésico sobre Fraser, sino también a partir de elementos fácilmente advertibles, como el uso del 4:3, la paleta opaca y los primeros planos para construir una atmósfera claustrofóbica.

Está, pero dialogando menos con sus últimas producciones que con The Wrestler (2009), donde, además de rescatar a un actor en su ocaso artístico (Mickey Rourke) como aquí lo hace con Fraser, ensayó formal y narrativamente algo muy similar: sin recursos extravagantes, apelando a todo el potencial del montaje, el guion y el encuadre, cuenta la historia de un hombre que por seguir sus sueños y pasiones amontonó ruina sobre ruina por detrás. Ante su inexorable partida se lanza con desesperación a intentar redimirse.

La moderación estilística, en fin, es puesta en juego por Aronofsky para motorizar contradicciones de significados y sensaciones en el espectador. Trabajando casi exclusivamente sobre Charlie, aunque también delineando al resto de los personajes.

De Charlie conocemos primero su voz (arguye a sus alumnos que su cámara está rota): amable, fina, pero en el contexto laboral adquiere un tono firme. Para luego presentarlo físicamente en su máxima bajeza: masturbándose hasta quedar al borde del infarto. En ese primer acercamiento, estrictamente visual, la repercusión tiene aires kantianos. Charlie es un leviatán esplendoroso a la par que inquietante. Es, como la naturaleza (un diluvio o una ballena), sublime horroroso, en tanto genera fascinación y terror por partes iguales.

Por supuesto, el factor humano, que la ballena tenga emociones —al contrario de lo que reza el ensayo que lee Charlie para sobrevivir—, conduce a que esa fórmula sea desbalanceada hacia lo horroroso en tanto angustia: terror por el destino del hombre. Durante los primeros veinte minutos el relato embate hasta hacer sentir pena por el protagonista, todos lo castigan. Casi cayendo así en el burdo sentimentalismo.

Conforme se avanza en la trama este modelo de tensión se agudiza y se extrapola de lo meramente visual a lo moral. Allí, en ese movimiento que sortea el sentimentalismo, quizá radique lo más interesante de la propuesta de Aronofsky.

Porque lo sublime horroroso de lo corpóreo, es nimio frente al optimismo autodestructivo de Charlie, que permea todos sus vínculos. En la ambigüedad de que dentro de sí coexistan la esperanza y la bondad más beata con la pulsión suicida-egocéntrica yace el oxímoron más grande. Así, con ese eje conductor que se despega del juicio físico, el director nos surte golpes de efecto, poniendo en cuestión las decisiones de Charlie a lo largo de su vida: contando, por ejemplo, sobre como abandonó a su familia por un amorío con un estudiante. Luego dándole la palabra para explicar que la situación no fue tan así, que siempre envió dinero a su hija y se preocupaba por ella.

Entre esos idas y vueltas, que nos ceden la responsabilidad de juzgar un relato ambiguo, y la indiscutible química entre Fraser y Hong Chau (Liz), La Ballena alcanza su tope. Virtud y a la vez defecto de Aronofsky no haberse tentado por el exceso al que nos tiene acostumbrados, cuyos resultados podrían haber sido desastrosos, y elaborar demasiado prolijamente un relato que, sin embargo, no puede hilar su inteligente núcleo principal con la cantidad de ideas y temas que pululan a su alrededor.

El cambalache de religión, política, salud mental, homosexualidad, escritura y demás tópicos rondan de manera subyacente los conflictos narrativos centrales quedándose a mitad de camino. A veces como menciones planas inconexas, otras como recurrentes leitmotiv, pero en definitiva jamás explorados con la profundidad suficiente para que La Ballena se eleve en calidad de memorable.