La ballena

Crítica de Diego Brodersen - Página 12

"La ballena", Darren Aronofsky en clave naturalista

Bajo un traje prostético que imita las formas de un hombre de casi trescientos kilos, el actor justifica su nominación al Oscar en una película que evita toda sutileza.
Desde su estreno mundial en el Festival de Venecia, La ballena es señalada como el regreso de Brendan Fraser a las pantallas. En realidad, el actor estadounidense nunca se fue de allí, aunque durante la última década su carrera se había reducido a participaciones en papeles secundarios, tanto en largometrajes como en series de televisión. Algo es cierto: lejos parecían haber quedado sus años dorados como ídolo juvenil en la saga La momia o performances más “serias” como la de Dioses y Monstruos, el film de Bill Condon.

En ese sentido, su expansiva (nunca dicho de manera más literal) y sufrida actuación en la nueva película de Darren Aronofsky presupone un salto cuantitativo respecto de lo que venía haciendo. La confirmación de esa idea no tiene espejo más reluciente que la nominación como Mejor Actor en la inminente entrega de los premios Oscar. Sepultado bajo un traje prostético que imita las formas de un hombre de casi trescientos kilos (en la vida real Fraser podrá estar algo panzón, pero no tanto), el ex Jorge de la selva se transforma en Charlie, un hombre cuya obesidad mórbida le impide realizar actividades como pararse o agacharse para recoger un objeto caído.

La primera escena de La ballena es sintomática del encierro literal y simbólico del personaje: docente de literatura retirado de las aulas, sus clases online lo encuentran siempre con la cámara apagada. La excusa es un problema técnico que nunca tiene tiempo para resolver, pero lo cierto es que Charlie no desea que nadie vea su condición física extrema. Todavía en duelo por la muerte de su exnovio, que paradójicamente dejó de alimentarse hasta provocar su muerte, la única persona que ingresa al recinto atestado de cajas de pizza y envoltorios de comida chatarra es su amiga Liz (Hong Chau), casualmente enfermera de profesión. Que la obesidad no es cosa para tomarse a la ligera en términos clínicos lo confirma, entre otros síntomas, una simple toma de presión arterial, que dispara las estratosféricas cifras de 240/130. No hace falta ser médico para intuir que, si sigue por ese camino, a Charlie no le queda mucho tiempo de vida.

Con ese planteo de base, el film –basado ostensiblemente en una obra teatral, escrita por el dramaturgo Samuel D. Hunter– incorpora tres personajes de relevancia más: un joven religioso que anuncia la llegada del fin de los tiempos puerta a puerta, la hija adolescente de Charlie y su ex esposa, recordatorio de aquellos tiempos como hombre hetero encerrado en el placar. Aronofsky nunca fue demasiado amigo de las sutilezas, y aquí les dedica bastante tiempo a los monumentales esfuerzos del protagonista a la hora de dar unos pasos con la ayuda de un andador o durante la tortuosa ceremonia de la ducha. Desde luego, debajo del ingente patetismo, de la superficie de ese hombre abandonado a la soledad y la autodestrucción, brilla el deseo de corregir los errores del pasado. Al menos uno de ellos. Léase, el vínculo con su hija, quebrado por completo.

Podría pensarse que La ballena es un típico “estudio de carácter”, pero en el fondo no hace más que replicar el descenso a algún tipo de locura presente en Réquiem por un sueño y El cisne negro, aunque en clave naturalista y con un hálito de humanidad inyectado a presión en la trama. Lo repetitivo toma posesión de la historia desde muy temprano, amenizado con algunas volteretas del guion y un creciente carácter melodramático, que tiene su punto culminante en el último plano, un paso de fantasía (o de realismo mágico o como quiera definírselo) que, debe decirse con todas las letras, genera un poco de vergüenza ajena. ¿Merece Fraser la nominación al premio mayor de la industria de Hollywood? Tal vez: sus ojos, sus miradas, además de ser el único elemento real debajo de las gruesas capas de maquillaje, es lo único que logra transmitir emociones genuinas.