La afinadora de árboles

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

Al filo de un abismo personal

Clara no está bien pero no sabe por qué. Y el reencuentro con un exnovio abre nuevas posibilidades en su vida.

“¿Me ayudás a parar un poco?”, le dice, casi le suplica Clara (Paola Barrientos) a su marido Francisco (Marcelo Subiotto) en vísperas del que será uno de los momentos más importantes de su vida. O al menos de su carrera profesional, en tanto está a punto de recibir un prestigioso premio en Centroamérica por sus trabajos como ilustradora y cuentista infantil, todo mientras ultima detalles para su primera publicación con una editorial trasnacional. Que enuncie la pregunta encerrada en el baño, descalza, bufando y visiblemente inquieta, habla de que algo no anda muy bien con ella. Pero de allí a que logre identificar los motivos de su malestar, hay un largo trecho.

Tercer largometraje como directora y guionista de Natalia Smirnoff luego de Rompecabezas y El cerrajero, La afinadora de árboles prefiere mostrar los intentos de su protagonista por acortar esa brecha que servirle las soluciones en bandeja, a fuerza de golpes de guión. De allí, entonces, un relato por momentos derivativo, acorde al cauce interno de esa mujer que no sabe qué le pasa pero quiere que no le pase más.

Tal como ocurría con la protagonista de su ópera prima, que encontraba en el armado de rompecabezas un recreo de sus obligaciones, Smirnoff empieza con Clara al filo de un abismo personal al que llegó sin darse cuenta, empujada por la fuerza de un contexto fuera de su esfera de control. La diferencia es que si antes el vacío era consecuencia del tedio, la monotonía y, por qué no, la frustración, ahora proviene de haber alcanzado una meta.

La gran pregunta, tal como afirma la realizadora en las notas de prensa, es qué sigue después para esa mujer encumbrada en su oficio y con el casillero de la familia completo, dónde encontrar la motivación cuando aquello que la satisfacía ya no lo hace. Está claro que esa motivación no llega con la mudanza a una hermosa casa en un barrio de las afueras de la ciudad, el mismo donde vivió durante su adolescencia. Ese entorno agreste, que una buena porción de la clase media-alta a la que pertenece asociaría con tranquilidad y libertad, es para ella una cárcel, un terreno de disputa con sus recuerdos. Y como suele con ocurrir en el cine, los recuerdos se materializan con la forma de una expareja.

El ex en cuestión es Ariel (Diego Cremonesi) y trabaja en una carnicería, un contraste no precisamente sutil pero funcional para puntear la bonhomía campechana de quien se quedó y la pulcritud citadina de quien se fue. Desde ya que Ariel nunca se casó, por lo que rápidamente inicia un juego de seducción entre churrascos y matambres que culminará con algunos encuentros a escondidas de su familia.

No hay culpa ni autoflagelación en ella, sí una sensación de falta de rumbo, de avanzar para luego retroceder, como si se moviera a ciegas con su brújula interna desnorteada. Como el gobierno de Macri, Clara es prueba y error, decir para luego desdecirse. Tiene sentido, entonces, la ausencia de grandes quiebres emocionales. A la película de Smirnoff le interesa la épica íntima y cotidiana, los pequeños raptos libertarios en medio de la rutina.

El reencuentro con Ariel implica un segundo reencuentro, en este caso con su madre y su hermano Carlos (Matías Scarvaci), que para sorpresa de Clara aparece vistiendo un alzacuello de cura. ¿La afinadora de árboles como un relato de redención? Nada más alejado. La aparición de ese personaje abre otro posible camino para que Clara encuentre un segundo envión para su vida.

Smirnoff es de esas directoras de guerrilla que pone la cámara al servicio de sus personajes acompañándolos siempre de cerca, alejándose diametralmente de cualquier registro banal, superfluo y torpe que pudiera hacerse de los actos cotidianos. Actos que, encadenados, moldean los pliegues de una persona. La afinadora de árboles, entonces, como el recorte de una vida.