La Academia de las Musas

Crítica de Guillermo Colantonio - CineramaPlus+

“Una experiencia pedagógica del profesor Raffaele Pinto filmada por J.L. Guerín”. Esta es la carta de presentación mientras observamos la fachada de la Universidad de Barcelona e ingresamos inmediatamente a una sobre música, literatura y musas. Los planos confirman cierta admiración por las explicaciones y por la pasión que entra en juego en el flujo verbal, mientras que los contraplanos exploran las reacciones de alumnos que asienten, piensan, discuten o permanecen indiferentes. La cuestión se dirime en la palabra como motor dialéctico y contrapunto, como si existiera la necesidad de dejar en claro que aún en un mundo regido por la presión mediática de las imágenes, existieran intersticios donde el lenguaje verbal sigue atravesando toda forma de comunicación humana. Pero hay otra cuestión, la más interesante: la repercusión que la discusión académica alcanza a otros recovecos cotidianos tales como los descansos y la misma casa familiar del profesor. Temas que son planteados desde una óptica que puede hacer cierto ruido a pedantería, enseguida son bajados a marcos, que no por ser informales, dejan de ser jugosos y atractivos.

En esta dirección, la mujer del profesor es un hallazgo ya que pone en jaque desde su lugar todos los paradigmas posibles. Se la escucha decir entre otras cosas geniales que “el amor es un invento de la literatura, terrible y engañoso que ha hecho la poesía porque ha creado unas pobres expectativas a las pobres mujeres a quienes se dirige este anzuelo del amor que no se cumple jamás.” Este nivel de charlas cotidianas es el que se impone tanto verbal como visualmente, captado desde contornos borrosos y reflejos a fin de que no se pierda el desarrollo hilarante del intercambio. Es un eje cómico en la medida en que los dos son una pareja que parece sostenerse en la disidencia, una forma de prolongación del aula que alcanza ribetes pesadillescos. No obstante, la sardónica risa deviene en nubarrones cuando aparecen los temas relacionados con el matrimonio. Basta una pregunta de la mujer para poner hacer tambalear la estantería patriarcal elegantemente sostenida por Raffaele ante las incisivas y justas cuestiones planteadas por su esposa, el gran personaje del film. “No eres Sócrates” le dice, “mientes”, ante las dudas acerca de su fidelidad. El encuentro con una de las alumnas es antológico, aún en ese terreno tenso donde la ficción y la realidad son monedas de intercambio permanente.

Sin embargo, y pese a la naturaleza aparentemente documental del film, el montaje deja traslucir cierto dramatismo argumental a partir de las intervenciones que cuestionan con diverso tenor el análisis que Pinto hace de las figuras femeninas, provengan de sus alumnos o de su propia mujer. Dramatismo que, además, está sostenido con breves fundidos con intertítulos temporales. De manera tal que la supuesta admiración hacia su despliegue intelectual queda (irónicamente) suspendida en un charco de dudas que inteligentemente Guerín conduce como si fuera un juego. “Somos prisioneros del lenguaje” dice Raffaele y paradójicamente es él quien cae en su propia cárcel verbal ante los reparos que le hacen. Las charlas con alumnas confirman que el lenguaje, del mismo modo que se erige como instrumento de seducción, puede generar su contracara, una red de la que difícilmente se pueda escapar. Al mismo tiempo, asoma un espíritu donjuanesco que se constituye como otro signo juguetón para descontracturar la pesadez de los temas abordados.

Pero no todo es filosofía y literatura conversada con pasión. Está la cámara de Guerín que capta cierta idea del transcurrir cotidiano, sin perder de vista que son las imágenes la materia prima de todo cineasta, ese gran explorador, cazador de planos y capaz de enrarecer una simple charla en un café o en un auto a través de reflejos que interceden sobre cualquier ilusión de transparencia. Por otro lado, un segmento medio en el que el profesor recorre aldeas junto con una alumna para interrogar a los lugareños sobre la poesía y poner en escena la riqueza de la oralidad, deviene en una práctica autorrefrencial sobre el documental y su capacidad de registro. Es otra de las capas de la película que se añade a una transparencia que nunca es concebida como definitiva.

Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant