Kung Fu Panda 2

Crítica de Marina Yuszczuk - ¡Esto es un bingo!

¡Que no panda el cúnico!

Hablemos de Po: algunos inventos funcionan y otros no tanto, y entonces puede ser que a uno no le interese ver autos que hablan como los de Cars o heroicos búhos guerreros, pero el osote panda y regordete que se “hace” guerrero dragón o por lo menos encuentra el kung fu que había en él (a pesar de que en la uno le decía a su maestro Shifu “Sí, ya sé que ahora te vas a poner todo kungfui y eso”, y le hacía ruido la panza mientras trataban de enseñarle algo) se las trae. Po es, en un paisaje chino, lo anti-chino, por eso la primera Kung Fu Panda empezaba con una animación oriental donde el oso luchaba contra enemigos y salvaba al pueblo pero que terminaba por ser sólo un sueño –que se cumple en la segunda entrega, ya lo sé, pero no exactamente de esa manera. Lo que pasa es que Po es Jack Black disfrazado de oso, vago, pancho, enemigo del esfuerzo y de la gravedad (o mejor dicho, de la seriedad, porque su peso específico lo manda siempre de vuelta y a los tumbos a la tierra) y amigo de la diversión rápida que desarma la “sabiduría” de sus maestros y demuestra que convertirse en un guerrero importante no quiere decir del todo “convertirse”. Por eso al final de la uno, cumplida la misión, Po y el maestro se echaban al piso panza arriba para a descansar un ratito –no puede haber final menos heroico, ni en este lado del mundo ni en el otro.

Ahora, objeción más común y concedida: más vale que Kung Fu Panda era más linda que la dos en su simpleza. En un espacio más concentrado se presentaba a Po, panda hijo de ganso que prepara sopa de fideos, se lo hacía caer casi por casualidad en el palacio donde sería entrenado en kung fu, y finalmente aparecía el enemigo que había que derrotar y se lo derrotaba. En el medio había una escena de acción perfecta donde Po y su maestro se enfrentaban a propósito de un dumpling, con elegancia y con palitos: sorprendente. Ahora ya sabemos cosas de Po: que le cuesta subir escaleras, que siempre tiene hambre, que es tontolón, etc., y a los gags basados en la repetición de esos problemitas –que hicieron matar de la risa a todos los más chiquitos en la sala, y no vamos a dar nombres- se suma una gesta más o menos épica en una ciudad lejana y abigarrada, y un villano igualmente abigarrado con forma de pavo real (hablando de abigarrado, ved la foto, ¡un oso lleno de conejitos!). También un planteo abi…bueno, eso que ya dije, por el cual Po comienza a recordar gradualmente episodios de su infancia y a sus padres perdidos, lo que lo lleva a la pregunta insidiosa que nunca deberíamos contestar “¿Quién soy?”. ¡Alerta de aburrimiento! Es cierto, la gravedad es la gravedad, y a medida que el planteo psico-filosófico se agranda y se pone solemne la película amenaza con caernos encima como un panda con alas de ganso, pero qué bien se lo pasa en el mundo chino de Dreamworks. Sobre todo porque las animaciones old school de los flash backs de Po son tan brillantes que nos dan la chance de mirar dibujos hermosísimos en lugar de preocuparnos por la historia del infante perdido, lo mismo que la secuencia que al principio cuenta la leyenda del villano. Y eso sí que es una promesa (ya que hay cuatro entregas más de esta saga previstas): que Kung Fu Panda se vuelva cada vez más collage y más texturas, gigante y caprichosa como enciclopedia china.