Kong: La isla calavera

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

En el espíritu de la vieja “clase B”

Un clásico relato de aventuras, que transcurre en pleno crepúsculo de la guerra de Vietnam, cuando un grupo de soldados estadounidenses entrega su última misión al servicio de la patria en una isla misteriosa donde conviven diversas criaturas fantásticas.

Apenas una semana después de Logan: Wolverine, llega otro tanque con un nivel superior a la media. Uno que, a diferencia del circunspecto, oscurísimo y notable film de James Mangold, hace de la desfachatez y el desparpajo sus directrices principales, y que desde su concepción formal y narrativa entiende que lo mejor es separarse de los anglicismos que sirven de etiqueta para gran parte de las superproducciones del ala más mainstream de Hollywood. Porque Kong: La isla Calavera no es un spin-off, ni remake, ni reboot de la saga del gorila gigante. Tampoco dialoga con las entregas anteriores ni guiña el ojo al espectador entregándole en bandeja referencias gratuitas. En todo caso, encuentra apenas algunas similitudes con la imaginería visual de la versión de Peter Jackson de 2005, pero evita los senderos del gigantismo megalómano habituales en el neozelandés. Y no es lo único que evita, ya que a la habitual gravedad reflexiva le antepone un leve y burbujeante espíritu de aventura digno de un producto clase B travestido de superproducción que no se toma demasiado en serio a sí mismo.

Que al plano cenital de un hombre cayendo en la boca del gorila gigante le siga, montaje mediante, el de uno de sus compañeros cargando una cuchara con comida enlatada es uno de los primeros indicios que al realizador Jordan Vogt-Roberts le importa menos la tecnificación del mito (cosa que sí le importaba a Jackson) que el establecimiento de una mirada distanciada e irónica. La presencia de Samuel L. Jackson, un actor con amplia experiencia en la construcción de personajes caricaturescos y pasados de rosca, es otro poroto en ese sentido. El afroamericano encarna a Preston Packard, la máxima autoridad militar a cargo de la exploración de la isla del título, que desde tiempos inmemoriales permanece oculta debido a la presencia de un frente de tormenta inmóvil a su alrededor. La teoría de uno de los científicos promotores de la iniciativa (John Goodman) es que allí conviven diversas criaturas fantásticas, alejadas de las de tamaño humano del resto del mundo, y que eso explicaría la desaparición de todas y cada una de las expediciones previas.

El apoyo de un diputado (cameo de Richard Jenkins) marcará la luz verde definitiva para una nueva incursión en esa tierra misteriosa, esta vez acompañada por un grupo de soldados para los que, en pleno crepúsculo de la Guerra de Vietnam (el film de sitúa en 1973), significará su última misión al servicio de la patria. Durante esta primera media hora, pasada las presentaciones de rigor de los distintos personajes y los delineamientos argumentales, Vogt-Roberts juega con la iconografía visual y sonora de los films ambientados en la guerra del sudeste asiático en general y de Apocalypse Now en particular, empezando por esos operísticos planos en cámara lenta de los helicópteros y un soundtrack plagado de clásicos de Creedence, Jefferson Airplane, The Hollies y The Stooges, entre otros. Y culminando con esa pulsión beligerante de un Packard que ante la certeza de la presencia del mono gigante no duda en hacer lo que mejor sabe: bombear absolutamente todo.

El grupo, compuesto por soldados, una fotógrafa (Brie Larson, ganadora del Oscar el año pasado por La habitación), un rastreador (Tom Hiddleston, el Loki de Los vengadores) y un veterano atrapado allí desde la Segunda Guerra Mundial (John C. Reilly, absurdo como en sus mejores colaboraciones con Will Ferrell), tendrá como objetivo máximo el llegar en tiempo y forma al punto de encuentro después de la dispersión inicial. Objetivo que en realidad es una excusa para un relato de aventuras clásico, con los protagonistas enfrentándose a lagartos gigantes, pajarracos prehistóricos sacados de Jurassic Park y una comunidad indígena local que, como casi todo aquí, sirve de disparador cómico.