Koan

Crítica de Brenda Caletti - CineramaPlus+

DESAFÍOS DEL (NO) SER

Él cierra los ojos y se acurruca sobre sí mismo en la cama. De repente, vuelve a abrirlos como si estuviera al acecho y, segundos más tarde, sube corriendo la escalera. La cámara imita el trajín de los pies para dar los siguientes pasos y, aunque sólo hay una ventana en el extremo, su marcha no se detiene. Él salta pero la luz que lo engulle, lo devuelve hacia una suerte de túnel en la cueva a la que acude asiduamente para fortalecer su espíritu.

Este juego de simbologías, de luces y sombras (del día y la noche), de las oposiciones y de desfasajes entre imagen y concepto son sólo algunos de los elementos de los que se valen los directores Osvaldo Ponce y Karina Kracoff para realizar su ópera prima.

Koan puede dividirse en dos grandes universos: por un lado, la idea del ser; por otro, la del hacer, ambos interconectados en una red de significados y complejidades.

El primer aspecto, en realidad, está trabajado desde su opuesto, es decir, del no ser a través de dos puntos esenciales como son el concepto del doble y de la máscara. Lao y Olkar son idénticos, no saben de la existencia del otro y no mantienen ningún lazo de parentesco. Aún así se reconocen como uno y lo mismo desde su primer encuentro, como si se tratase del inconsciente exteriorizado.

En consecuencia, la duplicidad no opera como algo aterrador como puede ser la pérdida de la singularidad, sino desde una óptica de la naturalización, como otra lectura de la desviación entre imagen y concepto.

La máscara no hace más que reforzar esa idea: ambos la perciben en su totalidad (lado interno y externo) como aquello que favorece a la pérdida del gesto, es decir, borra la individualidad pero, además, apela a lo interior, a las emociones, los pensamientos, al inconsciente. El no ser implica la complejidad del ser humano pero también, a ese hombre en relación consigo mismo y con el afuera.

El primer contacto entre un aspecto y el otro se puede pensar en la escena en la que Olkar halla la cueva donde medita Lao. Allí, los directores producen un juego desde el punto de vista del espectador (cuando mira a Olkar mientras saca fotos sin parar y en todas direcciones) y desde la óptica del protagonista (se pone en primer plano aquello que Olkar ve, como si la cámara cinematográfica se asemejara al visor de la de fotos). De todas maneras, la relación entre el ser y el hacer se transforma durante toda la película en oposiciones, convergencias o complementariedades, entre otros.

El funcionamiento del hacer se percibe desde la prueba entre maestro y discípulo (derivado de la traducción zen de Koan) y del problema de la enfermedad de Minervina. Si antes se trataba de borrar lo propio, acá el principio es la mutación: Lao, a pesar de tener el don de la sanación no puede curar a Minervina, Olkar detiene su camino aventurero para ser soporte de Lao, la joven cada vez tiene menos movilidad. El aprendizaje, tan determinado al comienzo se torna borroso en ese uno y lo mismo.

Pero esto no sólo ocurre con el desafío. En este punto, la película se vuelve algo difusa, como brumosa ya no vinculada con el desvío entre imagen y concepto o al uso de las simbologías, sino más bien ligada a cierta confusión tanto por la abundante imbricación de ese no ser como por la introducción de los personajes femeninos, que revuelven su sistema.

Así como él es engullido por la luz, también se deja devorar por las sombras. El extremo tiene sus encantos, el uno y lo mismo, a veces, también.

Por Brenda Caletti
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