Kingsman, el servicio secreto

Crítica de Juan Ignacio Novak - El Litoral

Una de Bond, sin Bond

¿Un espía de cuidado acento inglés, refinado, amante de la buena vida y capaz de contrarrestar a un grupo de temibles matones sin despeinarse ni arrugar siquiera su traje a medida? ¿Un villano megalómano que tiene un plan demencial para dominar el mundo y una inquietante guardaespaldas? ¿Armas letales disimuladas en paraguas, lapiceras, encendedores, anteojos, zapatos y medallas? ¿Encanto british por donde se mire? Todos estos ingredientes, “agitados, no revueltos”, aparecen en “Kingsman: el servicio secreto”. Es interesante puntualizarlo, porque se trata de los mismos elementos que, cincuenta años atrás, permitieron que las películas de James Bond dejaran de ser estrictamente “de espías” para convertirse en un subgénero con sus propias reglas, en complicidad con un espectador dispuesto a aceptarlas sin reparos.

Es que en el fondo, “Kingsman” es eso: una película de Bond, sin Bond. Pero, cabe aclararlo, no remite al 007 de los últimos años, mucho más oscuro y vulnerable, que compuso Daniel Craig. Sino al agente “con licencia para matar” que encarnó Sean Connery en los ‘60, con su sello único. “Goldfinger” (1964) parece de hecho una constante inspiración, no sólo en la definición de los personajes, sino también en la composición misma de la trama. Inverosímil por donde se la mire, pero capaz de cumplir a rajatabla la premisa de atrapar al espectador desde el primer minuto en una vorágine de acción y entretenimiento que no decae, para soltarlo dos horas después con la certeza de haber cumplido la misión con éxito.

Los nuevos caballeros

Colin Firth interpreta a un intachable agente secreto inglés que se esconde tras la identidad de un sastre, pero en realidad pertenece a una cofradía de espías internacionales que se dedica, entre otras cosas, a salvar el mundo. No poseen números para identificarse, pero utilizan los nombres de los caballeros de la Mesa Redonda. Todo arranca cuando Firth, cuyo nombre en clave es Galahad, apadrina a un joven, encarnado por Taron Egerton, para que ocupe un lugar vacante en la organización. Este muchacho, “Eggsy”, es un delincuente de poca monta que en algún momento se desvió del camino a pesar de su potencial y que los espías (“los nuevos caballeros”, tal como se autodenominan) saben valorar. En el contraste entre la conducta tosca de “Eggsy” y los cuidados modales de Firth la película desarrolla buena parte de su exquisito humor.

En paralelo, aparece un supervillano divertidísimo, el millonario Richmond Valentine, interpretado por Samuel L. Jackson, quien desarrolla un proyecto extravagante de dominación planetaria. Jackson se reserva los mejores textos del filme, que a su vez constituyen una reflexión divertida y creativa sobre el género mismo. “Dicen que una película es tan buena como lo es su villano”, afirma Jackson/Valentine. Y mientras tanto pone todo su carismático talento al servicio de su personaje, que recupera el espíritu de aquellos viejos malos que enfrentaban a Bond, como el Doctor No o Auric Goldfinger, pero lo adapta brillantemente a los tiempos que corren.

Sin prejuicios

Los actores, en su mayoría ingleses, están bien seleccionados y cumplen con solvencia la construcción de sus personajes. Sobresale el trabajo de Colin Firth, con ciertas reminiscencias al John Steed de “Los vengadores”, pero el resto del elenco está a la altura de las circunstancias, en especial Taron Egerton como aprendiz de espía, Michael Caine, que siempre es garantía de calidad, igual que los licores añejos que bebe su personaje, y el eficiente Mark Strong.

“No es ese tipo de películas”, asegura en un momento el personaje de Jackson, mientras reflexiona precisamente sobre los viejos filmes de Bond. Pero, en realidad, sí es una película de ese tipo, con una frescura que la ubica como justa heredera de aquella estética: tiene escenas de acción muy logradas, dosis adecuadas de humor y personajes bien delineados. El tono absurdo de la historia (muchos podrán argumentar que es descabellada) se subordina al constante entretenimiento, en un efecto buscado y conseguido, que responde a su origen, que es el cómic de Mark Millar en el que está basada. “Kingsman: el servicio secreto” es una película para disfrutar desde la más desprejuiciada de las posturas.