Kékszakállú

Crítica de Marcela Gamberini - Con los ojos abiertos

LA PROPORCION AUREA

csyerghw8aaqzxu

Por Marcela Gamberini

Kékszakállú es Barba Azul, personaje de la única ópera que escribió el húngaro Béla Bártok. Bártok, un músico increíble: logró revolucionar la música clásica confrontando con el romanticismo imperante en la época y trabajando con un estilo propio creando sistemas musicales basados en escalas cromáticas, en ritmos particulares y la llamada “proporción áurea”. Evidentemente la película toma de Bártok el estilo, su cadencia consonante y disonante a la vez, sus planos geométricos encuadrados, simétricos y profundos que hacen pensar en la proporción aurea de la que hablaba no solo el músico.

Acordes, escalas, intervalos, la película de Gastón Solnicki sigue esta respiración y esa cadencia con las que consigue montar sus planos a la manera de la música de Bártok. Sin duda, la historia poco o nada tiene que ver con la opera del músico húngaro; lo que Solnicki toma es el estilo musical y lo traduce en imágenes. En ese sentido, la música es la protagonista ineludible de la historia; su presencia marca la poesía de sus imágenes. La gran libertad, que la película refracta al espectador, es la marca de Solnicki quien diagrama, paso a paso, un relato único que deviene en un caleidoscopio tan luminoso como cambiante.

Kékszakállú. Gastón Solnicki. Argentina, 2016

El orden estético se impone: cada plano es simétrico, perfecto, brillante. Las secuencias iniciales tienen un segundo protagonista: el agua en todas sus variantes: en piletas, en duchas y en mares; también, en el transcurso de la película, las mujeres serán su eje; todo pivotea en relación a ellas: el deseo, la belleza, las crisis, los cuerpos, las búsquedas. Mujeres que suben, que bajan, que hacen composé con ese paisaje exacto y a la vez natural, donde la simetría y las líneas rectas se imponen con la contundencia del deseo que en este caso siempre es femenino.

Como el numero áureo la película es una construcción geométrica, cada uno de sus planos mide y dura exactamente lo que tienen que medir y que durar, y esa duración tiene que ver con su fuerte carácter estético y la vez poético (o hasta místico). Sin embargo, y tal vez éste sea el gran hallazgo de Solnicki la película no pierde ni sensibilidad, ni calidez, ni tampoco su respiración. Su construcción formal es geométrica, pero esa geometría – y sus series infinitas- como la película de Solnicki- también está anclada en la tangibilidad de las ideas, o dicho de otro modo, en la construcción de un mundo sensible.

Las mujeres que aparecen están en constante búsqueda, persiguen el deseo como quien persigue lo imposible; la duda, los interrogantes cotidianos surgen frecuentemente. Las escenas del mundo del trabajo, sobre todo en las fábricas (esas fábricas impolutas, cifradas en su cromaticidad y en sus sonidos) son lugares apropiados por los trabajadores, quienes mecánica y acompasadamente realizan sus tareas pero pertenecen a sus dueños. Cuando una de las chicas buscando su primer trabajo entra en una de las fábricas, recuerda a la secuencia de Europa 51 donde una Ingrid Bergman perfecta de una clase acomodada penetra ese mundo que hasta ese momento le es ajeno. El gesto es sorpresivamente similar.

Cierto vacío existencial también conecta a la película con el film de Rossellini, cierta incomodidad de clase y una crítica velada pero profunda a una clase que pocas veces sabe con seguridad lo que quiere y lo que realmente necesita; buscan una supuesta libertad asomándose a la ajenidad de un universo remoto, pero todo es otro mundo es inconmensurable.

Solnicki se hace cargo de los privilegios de una clase pero también se encarna en esos vacíos, en esas infructuosas búsquedas y también en esas incómodas comodidades de los edificios modernos con sus líneas rectas, geométricas habitaciones, vidriados ventanales, piletas azulinas con el privilegio fondo de mares embravecidos que tampoco responde a las inquietudes de los pudientes. Como en el Castillo de Barba Azul, esos personajes, esas mujeres vagan, se desperezan, se mueven, buscan y sin embargo están encerradas, siempre custodiadas por un director Solnicki y por un Barba Azul que no se lo ve, pero se lo presiente, buscando sus ensangrentados tesoros.

Marcela Gamberini / Copyleft 2016