Kékszakállú

Crítica de Javier Mattio - La Voz del Interior

Kékszakállú es un desolador retrato de clase que se apoya en las elipsis del relato y la composición formal de las imágenes.

En un solo acto, como la ópera de Béla Bartók en la que se basa con amplitud, Gastón Solnicki hilvana en Kékszakállú una narración liberada de ataduras literales a través de escenas encadenadas por un cuidadoso montaje que se revelará musical; apoyada, a su vez, en el preciosista y estático aporte formal de los experimentados directores de fotografía Fernando Lockett y Diego Poleri.

La elipsis se confirma como el gran don del director argentino, que en los intersticios entre lo que muestra y no muestra construye su sagaz parábola contemporánea: un grupo de jóvenes mujeres de vínculo gregario pero difuso (¿son amigas, primas, hermanas?) se pasean por hoteles, piletas, museos de insectos, duermen, cocinan, se prueban ropa y contemplan el lejano horizonte desde ventanas, sillas y terrazas con la misma indiferente parsimonia con que revisan el cercano horizonte de sus celulares.

A un nivel macro, pasan del bucolismo deluxe del hospedaje de verano a las tareas domésticas urbanas y obligaciones curriculares. Los adultos aparecen poco, a veces para hacer cosquillas en los pies pero también para dar monótonas órdenes laborales. En ese sentido, el filme exhibe su lado más cómico y perverso cuando una de las chicas (Laila Maltz) choca un auto con torpeza amateur y acude desconsoladamente a su teléfono para pedir ayuda. Allí sale a la luz toda la desesperación contenida en las frágiles princesas del filme.

Solnicki complementa su desolador retrato de clase con el otro lado de esas herméticas vidas femeninas, en la rutina seriada y neutral de fábricas de telgopor, vasitos descartables o salchichas. El destierro privado y la falta de experiencia legítima es el mal atávico que reina en Kékszakállú.