Karate Kid

Crítica de Ezequiel Boetti - EscribiendoCine

El (más) pequeño saltamontes

Primer exponente de la tendencia refrito-ochentoso que se avecina, Karate Kid (The Karate Kid, 2010), o la guía de Beijing para principiantes, es una película que amplifica el mensaje moralizante de la original. Pero la inobjetable estampa clásica, la nobleza de un punto de vista constante y una narración fluida y llevadera conforman un producto final culposamente disfrutable.

El film de Harald Zwart, director sin demasiados antecedentes auspiciosos que incluye La Pantera Rosa 2 (The Pink Panther 2, 2009) y Agente Cody Banks (Agent Cody Banks, 2003), cuenta la historia de Dre (Jaden Smith, o el hijo de Will), un chico de 12 años que se muda a Beijing con su madre (Taraji P. Henson). El resto (y lo anterior también) resulta conocido: que una bella oriental le hace ojitos, que una pandillita lo empieza a molestar, que la misma pandillita lo muele a patadas voladoras, que conoce a Han (Jackie Chan), maestro marcial devenido plomero, que éste le enseña el arte de la defensa y la vida...

La ingeniería financiera detrás del film resulta fundamental para entender la relocación geográfica y el cambio de disciplina (sí, en Karate Kid no practican Karate sino Kung-Fu). El dinero salió conjuntamente de Hollywood y China, país que aportó cinco de los cuarenta millones que demandó la coproducción. No resulta casual que los quince minutos adicionales respecto a su predecesora se pierdan en imágenes pictóricas de la milenaria ciudad, recorrido por la Ciudad prohibida (en inglés y todo) y un par de secuencias de entrenador-discípulo pateando en la inmensidad de la gran Muralla China incluidas.

Ya con las cartas sobre la mesa, solo queda el goce de un producto que nunca esconde su condición. Porque Karate Kid ahorra cuanta sutileza y construcción cinematográfica éste a su alcance: ya en el segundo plano, una línea sobre la pared marca la ausencia paterna en la binómica familia.

Porque Karate Kid no calca sino que redibuja la fábula original. Lejos de jugar en contra, la claridad y autoconciencia del recurso dotan al film de una inusual frescura que permite un disfrute tan culposo como placentero. La primer diferencia en apariencia caprichosa -sobre todo si es el hijo de una estrella de Hollywood, que por si fuera poco aquí oficia de productor- es la edad del protagonista. A diferencia del adolescente Daniel LaRusso de la original, Dre está en el florecimiento de la pubertad, y la película mantiene durante todo el metraje ese punto de vista de y sobre el mundo. Se entiende entonces que Zwart (o el estudio) opte por desanclar el film de cualquier atisbo o referencia a la coyuntura socio-económica actual. La madre huye de Detroit, cuna de una industria en crisis desde la explosión de la burbuja cambiaria como la automotriz, hacia ese gigante por años dormido que hoy resurge de los vapores del comunismo que es China, pero nunca se explicitan los motivos más allá de una escueta referencia a “una nueva oportunidad”. Se justifica un acercamiento hacia la damisela embebido de la inocencia propia de esa etapa. Porque Zwart no tiene una mirada soberbia sino que se retrotrae hasta esa pequeñez para un abordaje infantil, lúdico, que no pueril.

Y en medio de todo, una película-vehículo de un mensaje sobre la importancia de competir antes que la prepotencia victoriosa tan subrayado como noble e inofensivo. Porque Karate Kid es también una fábula deportiva que reversiona a David contra Goliat, que pregona el arte marcial no como un conjuntos de piñas y patadas coordinadas sino como filosofía de vida donde impera la paciencia y la disciplina.

Porque sorpresas te da el cine, de una remake que olía a naftalina resulta una película entretenida, de un fluir llevadero, que avanza con seguridad hacia un destino que, como aquellos que atesoramos en el alma, siempre vale revisitar.