Juventud

Crítica de Gustavo Provitina - La cueva de Chauvet

Juventud

Paolo Sorrentino insiste en retratar la escritura que deja el tiempo en la conciencia existencial del hombre. Si el eje vertebrador de La gran belleza era el saldo de una vida malograda tras un éxito temprano; Juventud propone lo contrario: un presente vacío que obliga a mirar atrás, aunque no demasiado, para encontrar algo que valga la pena ser recordado. El conflicto existencial es común a ambas películas pero el tratamiento es diferente. Juventud ofrece una estructura dividida en cuatro vidas igualmente vacías: dos ya en la curva de la ancianidad Fred Ballinger (Michael Caine) y Mick Boyle (Harvey Keitel); las otras dos en la antesala de la madurez: Jimmy Tree (Paul Dano) y Raquel Weisz (Lena Ballinger). La configuración etárea es consecuente con las funciones sociales de estas cuatro almas detenidas en un lujoso spa ubicado en el corazón suizo de Los Alpes. Los amigos de cara al tramo final de sus vidas son directores: uno de orquesta (Fred Ballinger); el otro de cine (Mick Boyle). El talento que han desarrollado para dirigir sus respectivas artes es inversamente proporcional al que supieron conseguir para encauzar el equilibrio de sus emociones en la etapa más fecunda de la vida. El racconto perturbador al que se ven expuestos proviene de la conciencia antes que de la memoria. Los directores comparten su desasosiego junto a un actor insatisfecho de sus logros Jimmy Tree (Paul Dano). Se suma a ese cuadro de insatisfacciones repartidas la angustia de la hija de Fred, Raquel Weisz (Lena Ballinger).

La cámara de Sorrentino sondea el espacio de sus sombras, los obliga a reconocerse en la caída. Contrasta con la desprolijidad y las deficiencias plásticas usuales en el cine europeo que hemos podido ver últimamente con escasas excepciones. Los personajes no logran fundirse con su medio porque siempre parecen en deuda con las fastuosas estructuras por las que deambulan y esto los despega del paisaje y los reduce a una escala miserable. El espacio los contiene y los aplasta al mismo tiempo. Sorrentino es uno de los pocos realizadores actuales que tiene la capacidad alquimista de expresar los espacios sin aspavientos inútiles, como una prolongación interior de los personajes. El spa es un purgatorio cinco estrellas, confortable para analizar derrotas y esconderse cobardemente del mundo. Los hospedados recorren circuitos repetidos como hámsters entrenados en el ejercicio banal de atravesar el vacío sin tocarlo. La toponimia del fracaso los acecha con sus perros de caza. El retiro, no los acerca a la paz interior sino al vacío. Hasta el jugador “Sudamericano” interpretado por Roly Serrano -Maradona, ¿qué duda cabe?- se sumerge en el ostracismo refinado del infierno florido frente a la mirada curiosa de sus compañeros de hospedaje y se mueve en el agua como una bestia bíblica con el semblante venerable de Marx tatuado en la espalda. Este personaje aparece como el símbolo inequívoco de la gloria y el ocaso, del triunfo y la extravagancia decadente. La cámara se detiene en el tatuaje de su espalda como si fuera un mapa. También mira de cerca las manos de Fred Ballinger, el músico empecinado en estrujar un papel para repetir el obsesivo gesto de un ritmo y a la vez capaz de dirigir la infinita música de la naturaleza en la soledad de un prado.

Si algo promete todo purgatorio -hasta el más lujoso- es el encuentro con uno mismo. El dolor cuando no mata, enseña. Los selectos pensionistas del spa suntuoso van a curarse de ellos mismos. La cobardía de buscar culpables para no asumir la responsabilidad de los propios errores se pone en crisis frente al paisaje de esa anemia espiritual inmune a todo mecanismo de defensa. El diálogo es interno, sucede entre las paredes difusas de la decepción. Todos han sido víctimas de su propia opacidad (hasta el monje tibetano que contra la adversidad de los pronósticos consigue levitar). Para alcanzar la paz interior, fuente de toda elevación, antes hay que morder el veneno de las malas ortigas.

Los personajes de Juventud parecen obedecer a ese verso de Discépolo que dice: somos la mueca de lo que soñamos ser. Cada uno de ellos arrastra su sombra, su baba de caracol contra el vacío. El director de orquesta que interpreta Michael Caine sufre el peso de su conciencia que le recuerda las disonancias de una vida miserable, alienada por el éxito profesional y agobiada por el infortunio de su frustrada experiencia amorosa. El caso de Mick Boyle (Harvey Keitel) es diferente, encarna el ocaso del director de cine pensado como autor, capaz de estampar su firma aún en obras imperfectas pero personales. Lena es abandonada por su esposo. El trabajo consciente sobre esa pérdida le permitirá recobrar el camino hacia el corazón herido de su padre. Las certezas equívocas con las que juzgaba al músico celoso de su arte anidaban en un prejuicio limitante alimentado por el carácter acaso antigregario del severo director. Jimmy Tree, bordado de manera impecable por Paul Dano, es un actor insatisfecho con la orientación de su carrera. Siente algo que Scott Fitzgerald supo expresar como nadie: ninguna carrera decente se ha basado jamás en el público. La vida le reservará un pequeño milagro en ese spa que pondrá en duda el veneno de sus pálidas certezas.

La escena que resume, iba a escribir rezuma, toda la película es la de los binoculares en manos de Mick Boyle (Harvey Keitel). El mítico director que encarna se enfrenta a la inmensidad del paisaje en el punto panorámico y lo contempla desde ambos extremos de los prismáticos. Comprueba algo asombroso: el pasado se ve con una focal que nos aleja del horizonte; el presente, en cambio, siempre parece cercano. La vejez nos invita a mirar desde la cara de los prismáticos que nos aleja de la realidad. Esa metáfora vale por todo la película. El tiempo, la vida, es el cambio inevitable de las perspectivas. Jane Fonda, interpretando a una actriz en decadencia, le hará notar justamente eso mismo al realizador vencido, no sin antes desmoronar su última esperanza. El estro del artista se apaga como la lumbre del deseo devorado por la oscuridad.

Paolo Sorrentino, una vez más, nos recuerda con la tenue belleza de la emoción que el tiempo no es un lugar donde quedarse.