Juventud

Crítica de Diego Lerer - Micropsia

Así como pasó con Fellini y Bertolucci, el cineasta italiano Paolo Sorrentino se convirtió en una figurita de esas que generan amores y odios, pasiones encontradas en el mundo de la cinefilia. Para comprobarlo, solo hacía falta ser testigo del momento en que, al terminar la función matutina de YOUTH, los asistentes a la enorme Sala Lumiere estallaron en aplausos y abucheos al mismo tiempo, como si los admiradores y los enemigos del realizador deLA GRANDE BELLEZA estuvieran compitiendo para ver quién gritaba más fuerte.
Calculo que ganaron los aplausos, tal vez porque el silencio de todos los demás no juega en esa competencia y a muchas personas, cuando no nos gusta una película, no nos sale abuchear a los gritos en medio de una sala. Pero los franceses no tienen problemas en hacerlo y los críticos de otros países, al venir aquí, se sienten como liberados para poder gritarle a la pantalla. En el transcurso de las horas, tanto en las redes sociales como en los encuentros callejeros aquí en la Croisette, se podía notar esa dualidad. “Es un fantoche”, bramaban algunos. “La mejor película del festival”, decían otros.

En mi opinión no es una cosa ni la otra, aunque se entiende la irritación y la admiración. Paolo Sorrentino es un cineasta que no se parece a nadie más que a sí mismo y que no se anda con medias tintas. Sus imágenes son potentes y pueden ser para algunos fascinantes y para otros tan banales como la supuesta “banalidad” que critica en las sociedades que describe. Este filme transcurre –como THE LOBSTER, de Yorgos Lanthimos– en un hotel lujoso. En este caso, un spa en el que se alojan muchos ricos y famosos en plan vacaciones, descanso y recuperación.

Los personajes principales son Michael Caine, que encarna a un conductor de orquesta retirado y deprimido al que luego viene a visitar su hija y asistente (Rachel Weisz) que también atraviesa una situación personal complicada; y Harvey Keitel, en el rol de un cineasta veterano que está preparando con un grupo de guionistas la que, dice, será su última película, su “testamento cinematográfico”. También está Paul Dano en el papel de un actor serio que se hizo famoso por interpretar a un robot en una película hollywoodense. Y está “El Pibe” que, sin decirlo, es el propio Maradona, aunque interpretado por un actor cuyo nombre no aparece en los créditos. El “Maradona” del filme es el de su etapa más obesa y al borde de lo decadente, pero Sorrentino lo muestra con evidente afecto.

La película tiene los habituales clips visuales y musicales de Sorrentino, que van desde la música clásica y sacra hasta actuaciones en vivo de Mark Kozelek (él aparece cantando en el spa) y un videoclip delirante de la pop-star Paloma Faith, que también se encarna a sí misma en el filme. En el medio aparecerá una Miss Universo despampanante, una masajista con dotes especiales y otros personajes de esos casi caricaturescos que suele pintar el realizador napolitano.

A favor del filme, en principio, está la relación de amistad que establecen Caine y Keitel, con momentos de mucho humor, al punto que uno quisiera ya ver una comedia de amigos protagonizada por ambos. Pese a sus distintas escuelas actorales y tradiciones, dan muy bien juntos en la pantalla y protagonizan algunos momentos realmente divertidos. En cambio, cuando la película se pone un tanto más seria y sentenciosa –sobre la edad, el paso del tiempo, las relaciones y la muerte–,YOUTH se vuelve un poco obvia y banal, más prosaica que poética y mucho menos sutil de lo que pretende ser.

Ese es, en cierto punto, el “karma Sorrentino”: su elegancia bordea siempre con la autoparodia, pasa como si nada de una escena refinada a otra cuya única forma posible de definirla es “grasa”: cursi, banal, de show televisivo de Berlusconi. Y si bien su objetivo siempre es trabajar con personajes que intentan escapar a esa banalidad, por momentos le es inevitable meterlos de lleno en ella, algo que se nota claramente en la participación especial de Jane Fonda, en el punto medio entre el ridículo y lo emotivo.

Ahí está el cine de Sorrentino y ahí se ubican los espectadores, los que lo ven como un elegante poeta del cine contemporáneo y los que creen que es un publicitario que hace avisos de champagne. Y los que, como me sucede a mí, sentimos que es un poco las dos cosas al mismo tiempo.