Juventud sin juventud

Crítica de Pablo E. Arahuete - CineFreaks

A veces no se trata de entender sino de sentir; a veces lo racional clausura el camino de la conciencia y se pierde la esencia de las cosas, la materialidad de la imagen. El cine reflexiona a cada momento sobre esa zona ambigua que tiene que ver con el sueño y con la realidad. Sin embargo, el cine es sueño porque permite romper la cronología lineal del tiempo.

De eso y de tantas otras ideas se nutre Juventud sin juventud, film que marca el regreso del gran Francis Ford Coppola tras diez años de ausencia como director (fue productor de las obras de su hija Sofía, entre otras) a la pantalla grande y a su necesidad de volver a hacer el cine que le gusta.

La historia cuenta que luego de este desafío financiado enteramente con capitales europeos en el año 2007, el realizador se encaminó a construir Tetro - aún no estrenada aquí- que tuvo a las callecitas de Buenos Aires como escenario de un relato de melancolía y lirismo.

El tiempo, la existencia, los recuerdos, la memoria, la fugacidad, la realidad y la ficción, lo onírico, son los elementos que prevalecen en este opus inspirado en la novela corta del erudito en estudios religiosos Mircea Eliade y que tiene como protagonista a Dominic Matei (Tim Roth), un filólogo rumano que en el ocaso de su existencia decide suicidarse en el año 1938 cuando la inminente llegada del nazismo a Rumania anticipa el horror de la segunda guerra mundial. Pero como todo héroe trágico antes de llevar a cabo su meta se ve alcanzado por un rayo que prácticamente quema todo su cuerpo, aunque paradójicamente lo rejuvenece. Esta suerte de deux et machina (la famosa mano de Dios tan utilizada en toda tragedia griega) opera, por un lado, como una segunda oportunidad para un hombre que perdió a la mujer amada por entregarse a la pasión del conocimiento -nada menos que sumergido en la búsqueda del origen del lenguaje- y por otro en un sentido más profundo como un don a la vez que castigo, dado que el personaje se debatirá en el dilema de recuperar el tiempo junto a su amada o terminar su investigación filológica.

A partir de allí, en un mecanismo de reconstrucción que tiene como eje armar la identidad del misterioso Dominic, Coppola sumerge la trama en un campo cinematográfico que está concentrado en el fluir de la conciencia como una vía donde parte el tren de la memoria desde la estación del tiempo para tomar un desvío y concluir su viaje en la estación del olvido. Asimismo, -y de ahí su raíz literaria- cambia el recurso del monólogo interior por un desdoblamiento o multiplicidad del personaje como si se tratara de los pedazos de un espejo roto. Cada pedazo es un reflejo y cada reflejo la chance de volver a escuchar un sonido arcaico como el sánscrito o el arameo que lo conectan con su universo de palabras y de imágenes.

El espejo en el que se mira Coppola es en el de su cine más primitivo, el de Peggy Sue así como en aquel del clasicismo cinematográfico (tan devaluado en el Hollywood de nuestros días) que sobrevuela en cada plano de esta película como un susurro y un aliento que no cesa: existir, fluir y desaparecer...