Justin Bieber: Never say never

Crítica de Miguel Frías - Clarín

Producto para fanáticas

Documental sobre un fenómeno musical juvenil.

Punto uno: una crítica de cine, en productos como Justin Bieber: Never Say Never , no refiere a la calidad del espectáculo musical en que se centra el filme sino al filme mismo, al abordaje que hace de un artista. Punto dos: el punto uno no le interesa a nadie y sólo sirve para explicar la calificación; las fanáticas de Justin Bieber encontrarán extraordinario a este documental -muy bien logrado desde lo formal, aunque el 3D es muy pobre- y llenarán los cines, mientras que aquellos que no sean devotos del músico pop canadiense, de apenas 16 años, se abstendrán de ir a salas trémulas de alaridos histéricos, y estallidos hormonales (pre) adolescentes femeninos. En ambos casos, la actitud estará más que justificada.

La película funciona como una larga, impecable, hiperplanificada, pomposa publicidad de Bieber. Una suerte de biografía audiovisual autorizada: exactamente lo que se busca, lo que se logra y lo que termina de convencer -aun involuntariamente- de que el chico es parte de una maquinaria propagandística, al margen de su talento. ¿Qué vemos? Recitales (Bieber tiene carisma sobre el escenario y una gran parafernalia de apoyo) + gestación del fenómeno masivo (comparado, en uno de los tantos excesos retóricos, con el de Los Beatles) + parte de la historia del adolescente, presentado como talentoso, carismático, humilde y tenaz: un s elf made boy . La moraleja, repetida por su protagonista, es: “Tú puedes ser Justin”: a las groupies no les interesa; además, es mentira.

Advertencia para adultos: los aullidos de las chicas en la sala duran más que la película y, a veces, no tienen el menor justificativo. Salvo que celebren -por motivos desconocidos- el logo de una empresa o el mero plano de una bandera estadounidense (su ídolo es canadiense). Más lógico es pensar que los fenómenos de masa colonizan la subjetividad. Y que detrás de estos fenómenos está la propaganda; y detrás, el negocio. Esto no invalida un respetable fenómeno artístico cargado de vitalidad juvenil: le agrega otro prisma.

El director Jon M. Chu estructuró el “relato” como una cuenta regresiva de diez días -plagados de viajes y shows-, cuyo cenit se alcanzará en el Madison. En principio, Bieber no parece sufrir los efectos de la presión y el esfuerzo: en una escena se para frente a una chica que toca el violín en la calle y le aconseja luchar por sus sueños. Al instante lo vemos, en el mismo lugar, tocando la guitarra de pequeño. Una buena imagen del pasado... pero, ¿qué tan buena, qué tan pasado? Justin es tan joven que su infancia es muy reciente y casi todo lo que hizo está en Youtube...

A pesar del intento por imitar a un documental clásico, todo tiene un aire artificial. Aire que, en ciertos pasajes, es beneficioso: como cuando el filme se burla del culto al pelo del músico y él aparece en pantalla sacudiendo su melenita de cabellos siempre oblicuos, que parecen peinados por una brisa lateral y prolija.

Entre tanta blancura tiene que haber un conflicto: antes del Madison, a Justin se le inflaman las cuerdas vocales. El problema, incluido para mostrar el esfuerzo y la generosidad del chico (que debe posponer un show y twittea pedidos de disculpas a sus fans), podría haber sido el centro de otro filme, sobre los efectos de una vida tan poco natural para la edad. Una película más interesante, pero, claro, mucho menos taquillera.