Jurassic World

Crítica de Ignacio Andrés Amarillo - El Litoral

La bestia liberada

Hay una cosa más bestial que un reptil carnívoro gigante: el capitalismo. Ése parece ser uno de los mensajes que subyace a “Jurassic World”, el regreso de la franquicia basada en conceptos del fallecido Michael Crichton. En esta entrega, como en ninguna de las anteriores, se muestra cómo la búsqueda de la rentabilidad económica es el disparador de todo lo que acontecerá: tanto las ganancias que genera el parque (aunque haya “buenas intenciones” detrás) como las de la industria armamentística.

En 1993, cuando se estrenó “Jurassic Park”, la compañía Industrial Light & Magic de George Lucas le proveyó a Steven Spielberg de uno efectos especiales tan innovadores que abrió las puertas a un nuevo universo de posibilidades cinematográficas: el primero en caer fue el propio Lucas, que decidió retomar su propia franquicia de “Star Wars”. Menos de una década después, en 2001, Peter Jackson presentaba en sociedad al grupo Weta con “El Señor de los Anillos”, ahora la otra compañía más potente del rubro.

Hay un correlato entre ficción y realidad: en “Jurassic World” el parque es una realidad (lo veremos en todo su esplendor), y recibe miles de visitantes, que recorren sus atracciones. Pero para que no decaiga el interés, hay que tener siempre nuevas especies: “Más grandes, más dientes” repetirán algunos por ahí. Hasta que “un estegosaurio es para los niños como un elefante del zoológico de su ciudad” y hay que inventar otra cosa... que es lo que conducirá la trama.

Fuera de la pantalla, los dinosaurios ya no llaman tanto la atención por sí solos, y la tecnología que los anima es parte del cine de todos los días. Así que aquí también hay que inventar otra cosa: una historia que sin traicionar ciertos tópicos de la franquicia sostenga el relato, más allá de que el clímax llegará a puro diente, con homenajes y referencias.

Renovación

Vayamos un poco a la historia. Uno de los ejes está en Simon Masrani, alocado millonario indio y propietario actual del rebautizado parque (ahora es Jurassic World y no quieren saber nada con la simbología de fallidos emprendimientos anteriores), porque se siente heredero del sueño de John Hammond de mostrar “lo pequeños que somos”. Pero tiene tantas compañías que ni siquiera está al tanto que su rama de investigación militar está bastante interesada en algunos procesos que se dan en la isla Nublar.

Por otro lado, tenemos la típica pareja heróico-romántica contradictoria: Claire Dearing es la encargada de dirigir el parque: una estructurada burócrata que ve todo en números y variables, soltera y alejada de su familia. Owen Grady es un veterano de la Marina cuidador de velociraptors: es instintivo, motoquero y dado a la aventura.

Una tercera pata la ponen los chicos en desgracia, una constante: aquí son Gray y Zach, los sobrinos de Claire: uno es el preadolescente hiperestimulado y sabelotodo, y el otro un adolescente aburrido de todo salvo de las chicas. Un poco esquemáticos, pero eso no importará cuando las papas empiecen a quemar.

Como dijimos, el emprendimiento tiene que renovarse para atraer visitantes e inversores (“¿por qué las empresas no le ponen el nombre a las nuevas especies?”, preguntará el controlador Lowery). Entonces, el equipo liderado por el doctor Henry Wu no tuvo mejor idea que inventarse una especie nueva a partir de genomas surtidos, lo que le da a la criatura más propiedades ocultas que el aloe vera. La bautizan Indominus Rex (“suena poderoso y fácil de pronunciar”) y después se avivan de que es un peligro mortal.

Ahí empieza el crescendo de peligros y enfrentamientos, hasta el final a toda orquesta donde será la naturaleza más brutal la que enfrente a la aberración creada por el hombre (lo anormal ya no son los dinosaurios vivos, sino lo que se alejó de aquello que la naturaleza creó como dinosaurios). Entremedio, para meterle picante, el armamentista Vic Hoskins tratará de testear a los raptors... pero para saber más de ello vaya y mire la película.

Apuesta

La puesta visual está, como era de esperar, a la altura de entregas anteriores y arriesgando un poquito más: a los desarrolladores CGI también les piden “más grandes, más dientes”. Y de a muchos: el ataque de los pterosaurios es de alto impacto; y marca otra clave de esta cinta: por momentos, el relato toma la dinámica del cine catástrofe. Acá el buen Steven funge como productor ejecutivo, delegando la dirección en Colin Trevorrow, sobre historia de Rick Jaffa y Amanda Silver (Derek Connolly y Trevorrow se suman para el screenplay). Ellos escalonaron la historia en tres partes: la “todo bien” que dura poquito, la “todo mal”, la cacería en doble sentido, y la “se pudrió todo” que marca el clímax, con las uñas de los espectadores en los apoyabrazos.

Otro de los puntos que robustecen al cuento es la buena química entre el ascendente Chris Pratt y la consolidada Bryce Dallas Howard: ellos pueden meterle humor y tensión sexual a los momentos más dramáticos. Irrfan Khan fogonea a un Masrani bien “pelotazo”, pero tampoco inverosímil (los que vieron “Foxcatcher” saben cuán bizarros pueden ser los ricos).

Ty Simpkins (Gray) y Nick Robinson (Zach) tienen que lidiar con personajes esquemáticos al principio, pero después deben sobrevivir y le ponen entusiasmo. A Vincent D’Onofrio le queda holgado su Hoskins, mientras que BD Wong pilotea a su doctor Wu. De yapa, algunos momentos de Jake Johnson (Lowery) junto a Lauren Lapkus (Vivian) y una aparición de Jimmy Fallon.

El final es, otra vez, abierto: las bestias del pasado caminan la tierra nuevamente, y prometen más aventuras.