Jurassic World: El reino caído

Crítica de Elena Marina D'Aquila - Cinemarama

La extinción de las ideas

Los reptiles prehistóricos revividos por el hombre que habitan la Isla Nublar están en peligro. Un volcán en erupción puede volver a extinguirlos para siempre, pero la misión de esta nueva entrega es rescatarlos, o al menos eso es lo que el asistente de Lockwood, antiguo socio de Hammond, le dice a Claire, ahora convertida en una activista que defiende la salvación de los dinosaurios, para convencerla de sumarse a la expedición, que como fácilmente se adivina tiene más que ver con la preservación del dinero que con la de los animales.

Tal como sucede en la trama de la película, con Colin Trevorrow nuevamente a cargo del guion, pero con A. J. Bayona como director, las cosas no salen tan bien como se esperaba ni mucho menos. La película apela al carisma de Chris Pratt y a la nostalgia casi como único recurso: las brevísimas pero más que bienvenidas apariciones de Jeff Goldblum, el bastón de Hammond con el mosquito fosilizado dentro de la piedra preciosa y apenas unos acordes muy tenues del legendario tema compuesto por John Williams. Pero como esto ya no alcanza, agregan un par de personajes secundarios que no hacen más que rellenar tiempo y espacio, al igual que los villanos, que simplemente están ahí para cumplir el rol que manda el guion pero que podrían ser otros, da igual.

Con un factor humano casi nulo, porque además nunca se siente a los protagonistas en verdadero peligro. La emoción que genera la quinta película de la franquicia jurásica –o la secuela de esta reciente trilogía– viene por el lado animal: cada escena que tiene a Blue (el velociraptor criado por el personaje de Pratt) como protagonista recobra la potencia que había en la secuencia inicial. En esos momentos, la película recupera la energía y el espíritu juguetón de la franquicia. Lo mismo sucede cuando Maisie, la nieta de Lockwood, es perseguida por el Indoraptor: el relato se vuelve mucho más cinematográfico, oscuro y fantasmal a través del uso de las sombras como en el expresionismo alemán.

El resultado es una película despareja, en piloto automático, con momentos fascinantes y otros en los que el dilema moral, más presente que nunca antes en toda la franquicia gracias al español Bayona, se apodera de todo y la naturaleza cinematográfica no puede abrirse camino esta vez. Si bien no deja de ser efectiva, por primera vez en sus veinticinco años la saga pierde la precisión que tenía. Las escenas se sienten gastadas, repetidas, con un trazo cada vez más grueso, visual y sonoramente gigantes, cada vez más aturdidoras, pero sin el encanto, la sorpresa y el interés que generaban las películas anteriores.