Julia y el zorro

Crítica de Gaspar Zimerman - Clarín

Si en algún momento en el cine y el teatro nacionales estuvieron de moda las familias disfuncionales, quizás estemos en presencia del comienzo de una tendencia derivada, más específica: ahora están en tela de juicio la maternidad y la paternidad.

En Yo niña, estrenada la semana pasada, Natural Arpajou mostraba a una pareja incapaz de criar a una nena; en Julia y el zorro, Inés María Barrionuevo presenta a una madre que no puede o no quiere hacerse cargo de su hija. En ambas, las nenas pagan el precio de adultos con dificultades para ejercer como padres.

Julia y Emma (buenos trabajos de Umbra Colombo y Victoria Castelo Arzubialde) se mudan a una casona semiabandonada y vandalizada: el estado de la vivienda es una metáfora del momento que atraviesan madre e hija. Están transitando el duelo por la muerte del padre de Emma; tienen que recoger los pedazos de sus vidas y tratar de rearmar el vínculo entre ellas para seguir adelante.

Con un tono sombrío, tanto narrativo como visual, Julia y el zorro gira en torno a la tirantez entre ellas dos. Es una película de climas: por momentos esa atmósfera está lograda, y en otros la morosidad se impone y el tedio opaca a la tensión dramática.

El foco está puesto en esa suerte de femme fatale de los años ‘50 que es Julia, y en su denodada lucha contra los demonios de su tristeza y su egocentrismo, que se alzan entre ella y sus deberes de madre. La maternidad se le aparece como una cárcel, una obligación despojada de todo placer. Y la que más lo padece es su hija.