Juego limpio

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

La soledad de la corredora olímpica

Hay una especie de belleza secreta en la artesanía sin concesiones de Juego limpio. Pequeña, discreta, sin la menor estridencia; hasta se podría decir televisiva. La película es sobre una chica que en la Checoslovaquia comunista de la década del setenta se prepara para participar en los Juegos Olímpicos. Los colores de las ficciones de los años setenta parecen inventariar un estado de ánimo cercano a la tristeza. La película tiene esos colores como motivo sustancial: estado emocional, naturaleza de las cosas mustias, ligeramente apagadas. La angustia corroe el alma de las corredoras, de Anna y su compañera en el equipo, incluso aunque no se den cuenta. El espectador, en todo caso, se da cuenta. Hay todo un espectro de emoción callada en Juego limpio, una naturaleza invernal de las cosas: las calles vacías, la arquitectura que se ha vuelto ascética, funcional; las palabras que flotan en una suerte de media lengua, la lengua de los que llevan la opresión dentro suyo, naturalizada, vuelta parte de la cotidianeidad. Anna solo quiere correr. Pero, ¿quiere eso en realidad? ¿O quiere escaparse?

La primera escena de la película la muestra corriendo por un parque desierto. La última escena parece replicar la del principio, como si Anna regresara a una situación límpida en la que puede correr libremente, lejos de la mirada del entrenador, un funcionario de Estado seco, elusivamente melancólico. He ahí una pista de la película: todos son funcionarios, o aspiran a serlo; todos hacen circular esa tristeza intrínseca del Estado, de un estado de cosas; todos son cuerpos estatales, materia a merced de normativas, diligencias, revisaciones periódicas. A todos se les inyecta una dosis de Estado, como a Anna, que se le suministra algo, probablemente una hormona, llamado Stromba. Con eso en sus venas, difuminándose por su cuerpo de atleta, Anna podrá ser una deportista más completa, podrá “ganarles a las alemanas”, ser más competente; podrá ascender de categoría, tener cosas, “privilegios con los que de otro modo no podrías soñar”. Anna es cuerpo del Estado, entonces; ese cuerpo debe “funcionar” como es debido. O sea rendir más. A Anna le salen pelos en los pezones, le crece más rápido que de costumbre el vello de las piernas; algo le patea el hígado. Cuando convence al entrenador amable, rígido, de bigote riguroso, que le permita a su madre darle la inyección en su lugar, Anna se queda sola en el vagón de tren, baja la ventanilla y su cara parpadea por un segundo de felicidad. Pocas películas recientes son capaces de exhibir un pequeño triunfo como si fuera una victoria definitiva con esa clase liberadora de pudor y de alegría insensata. La chica tiene un plan minúsculo: convencer a la madre de que el mencionado Stromba, esa medicación de la que nada se sabe, no es bueno, de que no lo quiere tomar más. La madre acepta. Dejan el Stromba, pero después confiesan en una consulta médica haberlo dejado y el entrenador monta en cólera. Si paga él van a pagar ellas, pero también los jefes directos del entrenador, que esperan un buen resultado deportivo. Seguramente, también, pagarán otros, que están a su vez encima de aquellos. En Juego limpio hay cadenas de responsabilidades, como hay obediencias debidas que no pueden soslayarse; no se puede “hacer la vista gorda”, mirar a un costado y dejar pasar las cosas, porque siempre en algún lado se enteran y salta todo, como piezas de dominó al servicio de los mandatarios de más alto rango.

La película tiene un tono discreto, conmovedoramente intenso cuando más concentrado y libre de énfasis se presenta. Anna tiene un novio con el que sale cada tanto, practica el sexo en una cama fría en la casa de sus padres. En la primera salida de la pareja vemos un grupo de música, un dúo metódicamente irrelevante –unos especie de Pedro y Pablo pero todo mal, con canciones que parecen de amor juvenil, muy cursi e inofensivo– , pero lo curioso es que, como en toda buena película, la canción que los vemos interpretar no suena mal, incluso alcanza una fuerza tan convincente que, por el breve momento en que se escucha, se derrama por las imágenes con una capacidad de evocación infinita. Juego limpio ofrece ráfagas de una emotividad distintiva en ocasiones como esa. Si el mundo es un lugar extraño, sus habitantes deben moverse como criaturas extrañas, inasibles, libres incluso bajo un régimen de carácter dictatorial: Anna quiere correr, pero no acepta, por puro convencimiento íntimo, salido de algún lugar desconocido de su constitución como persona esencialmente libre, seguir ingiriendo eso que le dan; decide que no quiere someterse, no acepta continuar con el tratamiento al que la obligan mediante la ingesta de esa droga misteriosa. La película hace su centro en esa lucha de Anna, pero también de su madre, esa mujer que veinte años antes fue deportista olímpica pero se volvió revoltosa y terminó como barrendera en un teatro. A Anna y a su madre les hacen las mil y una. La negativa a tomar la droga (un anabólico en fase de prueba, en definitiva) sirve argumentalmente para mostrar la naturaleza burocrática del mal encarnado en el Estado policial. Por si fuera poca ofensa, la madre pasa a máquina los manuscritos políticos de un disidente al régimen con el que tiene un amorío errático. Si la descubren peligra la carrera deportiva de su hija. Pero son las inyecciones del anabólico que la chica decide no tomar más las que disparan el desencanto original, abriéndolo y dejándolo al aire, como una revelación. Al principio Anna cree que puede dejar la droga y seguir entrenando sin avisarle al entrenador, por ende engañando a las autoridades. Después advierte que no, que no puede escapar: debe hacer caso, aceptar lo que el sistema ha preparado para ella como peón del Estado, representarlo, ganarles a las alemanas y a las estadounidenses; no puede dejar de “hacer carrera”. Es decir, no puede no querer representar a la República Socialista.

El no, ese pequeño gran gesto, puede hundirla pero al mismo tiempo liberarla. Puede llevarla a terminar sus días en una fábrica, manipulando bulones en la fragua. La madre puede quedar presa por colaborar con un subversivo. Merced a un giro inesperado del destino, la modesta revancha de Anna es que Checoslovaquia, recibiendo consejo de la Unión Soviética, decide no mandar delegación a los Juegos Olímpicos. Los últimos planos de la película la muestran corriendo otra vez por el medio de un parque vacío. Anna podría estar sonriendo, quizá por dentro. No avanzó como deportista; tampoco pudo, como se le había ocurrido en un momento aceptando el plan de su madre, salir del país, emigrar como su novio y antes su padre. El “no”, la palabra no, flota en el aire como un signo de beligerancia que tiñe todo de colores apagados, hermosos a su manera. Juego limpio, esta pequeña gran película, es una criatura perdida, un “sí” melancólico acerca del carácter difuso del mal con minúscula, burocrático, convertido en razón de Estado, y de una chica que corre para salvarse. A Anna no le alcanza para todo: salva una parte y se queda sola, corriendo. La soledad de la película es olímpica. El deseo de libertad también.