Juego de brujas

Crítica de Diego Brodersen - Página 12

"Juego de brujas": magia y combates con demonios

El director afianza la historia, de su propia autoría, en cierto cine popular en los años 80, cruzando la aventura con el relato de crecimiento, y el terror con la fantasía esotérica.

Hasta los minutos finales, cuando una vuelta de tuerca revela que no todo lo visto hasta ese momento permitía una lectura unívoca, Juego de brujas no es tanto una película de terrores demoníacos como una versión adolescente y femenina de Harry Potter. El planteo del nuevo largometraje de Fabián Forte, cuya prolífica obra incluye las comedias Socios por accidente y Cantantes en guerra y el reciente film de horror Legiones, es derivativo pero intrigante. Mara, una chica de diecisiete años con actitudes arquetípicas de una chica de diecisiete años (Lourdes Mansilla), excepto tal vez por su afición a la brujería y las ciencias ocultas, recibe en la puerta de casa un extraño recipiente cuyo contenido es lo más parecido a la Caja de Pandora. Amante de los videojuegos, la protagonista no duda un instante en abrir la tapa del inesperado obsequio, descubriendo en su interior unos anteojos similares a los que son capaces de generar realidades virtuales. La trama ya está en marcha: conjugando dos placeres personales, Mara ingresa en un universo gamer de magia, poderes especiales y combates con demonios.

Absorta en esa nueva realidad paralela, al menos hasta que el padre comienza a golpear la puerta del dormitorio, Mara cumple la mayoría de edad en busca de nuevos conocimientos y conjuros, escudada por tres grandes hechiceros que aparecen para ayudarla en una versión alterada de su propia casa de dos plantas. El plan es entrenarla para el enfrentamiento final contra el mismísimo Lucifer, quien se tomó la libertad de secuestrar a su hermana menor y llevarla consigo al inframundo. O algo por el estilo. Así dadas las cosas, Juego de brujas transcurre totalmente en interiores, bajo un esquema de intercambios de diálogos televisivo y un tono en el cual las actuaciones ligeramente desaforadas –y un diseño de vestuario de guardarropía teatral– marcan el tono de lo que vendrá. La música incidental, en tanto, parece por momentos tomada de otro largometraje más potente y aterrador, usurpando el espacio sonoro, ocupando el espacio de aquello que las imágenes no logran transmitir.

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Resulta claro que Forte afianza la historia, de su propia autoría, en cierto cine popular en los años 80, cruzando la aventura con el relato de crecimiento, y el terror con la fantasía esotérica. Los resultados, sin embargo, resultan artificiosos en el mal sentido de la palabra, y la puesta en escena se impone como una simple transposición de las directivas del guion. La gran excepción es el cierre, el regreso a la realidad (o, al menos, a aquello que solemos llamar realidad), cuando la película logra finalmente generar un clima perturbador. Pero ya es demasiado tarde y la magia, como sucede en los mejores cuento de hadas tradicionales, nunca llegó a ocurrir.