Judas y el mesías negro

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

La revolución socialista

Al momento de su asesinato en 1969 a los 21 años a manos de una fuerza conjunta que incluía a la Fiscalía del Condado de Cook, el Departamento de Policía de Chicago y el Buró Federal de Investigaciones o FBI, Fred Hampton era uno de los principales oradores y uno de los más radicales y cultos del Partido Pantera Negra, organización revolucionaria de izquierda fundada en 1966 en Oakland, California, por Bobby Seale y Huey P. Newton con vistas a garantizar una autodefensa armada de la comunidad negra contra la policía fascista, desquiciada y racista de siempre, grupo que no sólo fue creciendo exponencialmente hasta abarcar a todo el país sino que vio ampliar su ideología para autosituarse como vanguardia del proletariado en pos de una revolución socialista que termine con el régimen imperial/ capitalista/ policial, programa ambicioso que en la práctica se redujo a dar desayunos a los niños de zonas pobres de las grandes ciudades estadounidenses y a ofrecer una cobertura médica integral a los afroamericanos, dos detalles -comida y salud gratuitas- realmente insólitos en el reino de la plutocracia más salvaje como yanquilandia. Hampton tenía las ideas mucho más claras que sus colegas, llamados coloquialmente los Panteras Negras, porque abrazaba sin medias tintas el discurso revolucionario ejemplar de líderes lejanos como Ernesto “Che” Guevara, Mao Zedong y Hồ Chí Minh y de otros más cercanos como Martin Luther King y sobre todo Malcolm X, gran pivote ideológico del partido porque a contrapelo del pacifismo de King y sus sucesores el movimiento de Seale y Newton, del que Hampton fue vicepresidente nacional y presidente de la sede del Estado de Illinois con base en Chicago, abogaba por defenderse enérgicamente de la avanzada denigratoria, torturadora y homicida de los medios de comunicación del mainstream, de la policía, del gobierno norteamericano, del ciudadano promedio chauvinista y en especial del FBI del execrable J. Edgar Hoover, el cual desarrolló un ambicioso Programa de Contrainteligencia o COINTELPRO (Counter Intelligence Program) desde 1956 hasta 1971 para desbaratar, desacreditar o anular al movimiento por los derechos civiles, los grupos que estaban en contra del servicio militar, todos los objetores de conciencia a la Guerra de Vietnam, las organizaciones de orgullo racial símil Black Power, las coaliciones marxistas/ leninistas de cadencia revolucionaria y cualquier persona o colectivo simpatizante de la Nueva Izquierda o la contracultura o considerada “peligrosa” por el establishment conservador y paranoico.

Utilizando métodos varios entre legales e ilegales como la infiltración progresiva, la guerra psicológica mediante periodistas amigos, el acoso del aparato burocrático judicial y las palizas, los asaltos, las torturas y los asesinatos hechos y derechos como el que nos ocupa, el COINTELPRO de Hoover determinó que, incluso dentro de una organización ya tachada como enemiga del Estado como los Panteras Negras, Hampton debía morir no sólo por su maratónico y merecido ascenso dentro de la comunidad de color sino debido a que había logrado algo muy inusual para su tiempo, aquella denominada Coalición Arcoíris, un movimiento multicultural y heterogéneo de izquierda de apoyo recíproco constituido en la Chicago de 1969 y conformado por el Partido Pantera Negra de Fred, por la Organización de Jóvenes Patriotas de William “Preacherman” Fesperman, grupo de sureños blancos orientado a brindar apoyo y recursos a los inmigrantes de la región de Appalachia en busca de evitarles la pobreza y la discriminación habituales, y por los Jóvenes Lores de José “Cha Cha” Jiménez, un colectivo callejero de defensa de derechos humanos y civiles destinado al empoderamiento y la autodeterminación de los puertorriqueños y los latinos en general y la retirada de todas las bases militares yanquis de Puerto Rico; en esencia tres pandillas de idiosincrasia étnica, antifascista, revolucionaria y antirracista de Chicago que unieron fuerzas para contrarrestar los ataques reiterados de los puercos de la policía y el gobierno antidemocrático central. Judas y el Mesías Negro (Judas and the Black Messiah, 2021), sin duda una de las mejores películas de los últimos años, retrata este estado de cosas haciendo foco tanto en la militancia de Hampton (Daniel Kaluuya) como en las tácticas del FBI para eliminarlo sirviéndose de un topo/ soplón/ puta institucional llamado Bill O’Neal (LaKeith Stanfield), un delincuente de lo más lastimoso que solía robar automóviles haciéndose pasar, precisamente, como un agente del FBI para “incautar” el coche en cuestión sin que el responsable del vehículo sospechase de que se trataba de un atraco, fluir engañoso burdo que no sólo reproduce sino que expande considerablemente cuando termina en las fauces de un esbirro del buró, Roy Mitchell (Jesse Plemons), quien le suspende los 18 meses de cárcel por un auto robado y los cinco años por personificar a un oficial federal a cambio de que se infiltre de inmediato en la oficina de Chicago de los Panteras Negras y se convierta en un militante de confianza de Hampton, llegando a la posición de Capitán de Seguridad.

Mientras Hampton trata de ganarse el respeto de los principales pandilleros de la metrópoli, los Crowns, mecanismo para que todos los grupos negros marginados puedan unirse bajo un mismo puño alzado que incluiría a los Panteras, los Stones y los Discípulos, y el susodicho empieza una relación romántica con otra militante del partido, Deborah Johnson (Dominique Fishback), la cual eventualmente termina embarazada, O’Neal comienza a pasarle información a Mitchell acerca de la estructura, organización y movimientos de los Panteras Negras de Chicago con este último manipulándolo de lo lindo diciéndole que el movimiento Black Power del período está al mismo nivel del Ku Klux Klan y la violencia segregacionista que llevó al asesinato en 1964 de tres activistas por los derechos civiles en Mississippi, James Chaney, Andrew Goodman y Michael Schwerner, movida discursiva que le sirve para mantener a su perro faldero en línea y a su vez complemento de esos escasos billetitos que le pasa cada vez que se encuentran en un restaurant elegante para los soplos reglamentarios. La Coalición Arcoíris es la gota que colma el vaso de la derecha en el poder, esa adepta a pasarse la libertad de expresión por el traste, y por ello le inventan a Fred un ridículo cargo vinculado a haber robado 70 dólares en helados y lo sentencian a dos a cinco años de prisión, para colmo el asunto empieza a caldearse porque un afroamericano del partido, Jimmy Palmer (Ashton Sanders), le saca un arma a dos policías racistas, se produce un tiroteo y la yuta después responde poniendo patrulleros adelante de la sede de la organización y provocando otra balacera que deriva en que incendien sin piedad el edificio. Hoover (Martin Sheen) presiona a Mitchell y a Leslie Carlyle (Robert Longstreet), otro agente del FBI, para que desarticulen la sede de Chicago del Partido Pantera Negra, una de las más poderosas del país, y Mitchell descubre hasta dónde puede llegar la manipulación maquiavélica de la contrainsurgencia cuando se entera por Carlyle de que un tal George Sams (Terayle Hill), Capitán de Seguridad de la filial de New Haven, es un infiltrado del buró que mató y acusó a un don nadie de Nueva York, Alex Rackley, de ser un topo para desviar sospechas y conseguir órdenes de registro y arrestos en cada una de las oficinas y “lugares seguros” de los Panteras Negras en los que lo alojen para protegerlo de las mismas autoridades para las que trabaja, sin que le importe al FBI que Rackley haya sido torturado a golpes, con muchas quemaduras de cigarrillo y vía agua hirviendo arrojada sobre su pene.

La maravillosa película, dirigida por Shaka King y escrita por el director y Will Berson a partir de una historia original de ambos junto a los hermanos Keith y Kenneth Lucas, retoma la complejidad símil espionaje del averno de los dramas de topos en la mafia o de informantes/ ratas en general, pensemos en Pacto Criminal (Black Mass, 2015), de Scott Cooper, y en Los Infiltrados (The Departed, 2006), de Martin Scorsese, la denuncia de izquierda de las estratagemas más espurias de la administración pública y el statu quo empresario para mantener y expandir su poder, en este caso vienen a la mente obras como El Informante (The Insider, 1999), de Michael Mann, y Secretos de Estado (Official Secrets, 2019), de Gavin Hood, y finalmente el motivo de la perfidia, la deslealtad y el abuso de confianza de tantas películas semejantes que van desde Pat Garrett & Billy the Kid (1973), de Sam Peckinpah, hasta El Asesinato de Jesse James por el Cobarde Robert Ford (The Assassination of Jesse James by the Coward Robert Ford, 2007), de Andrew Dominik, por supuesto en esta oportunidad haciendo eje en el Terrorismo de Estado y el acto alevoso de la semi amistad traicionada por parte de un O’Neal hiper pusilánime que se escapa tanto en ocasión del tiroteo y quema de la sede de los Panteras Negras como en materia del fusilamiento del desenlace de Hampton, a quien encima drogó para que no pudiese huir de una redada brutal en la que los sicarios estatales también mataron a Mark Clark, otro militante negro que estaba como encargado de seguridad en la casa de Fred. La propuesta asimismo presenta y desarrolla de manera magistral las múltiples subtramas como la relación de Hampton con Johnson, todo el episodio tragicómico en torno a George Sams, la cruzada de venganza de Jake Winters (Algee Smith), un amigo del prontamente asesinado por la policía Jimmy Palmer, contra los cerdos de azul, los intentos fallidos y patéticos de O’Neal de reproducir la jugada de Sams denunciando él mismo la presencia de un soplón entre los Panteras y de tratar de convencer -y grabar con un micrófono oculto- a Hampton de que lo mejor sería desquitarse de los esbirros del Estado poniendo explosivos en el ayuntamiento, y ni hablar del derrotero en sí de la figura del personaje de Stanfield y su sumisión desvergonzada ante Mitchell, el cual afloja o tensa la correa a conveniencia y valiéndose del dinero que le pasa regularmente y de la doble amenaza en lo que respecta a meterlo preso por la condena en suspenso o señalarlo como infiltrado ante sus “colegas”.

Más allá de la alusión cristiana del título y el rol de raudo “entregador” del delincuente menor con problemas de conciencia que sin embargo no le impiden recibir su pago y hacer exactamente lo que las autoridades pretenden que haga, Judas y el Mesías Negro es por supuesto un mucho mejor y más certero retrato del funcionamiento y el ideario de máxima del Partido Pantera Negra y de las estrategias de represión de la derecha genocida que El Juicio de los 7 de Chicago (The Trial of the Chicago 7, 2020), opus algo esquemático y/ o incompleto aunque muy interesante de Aaron Sorkin, en el que Hampton también aparecía (compuesto por Kelvin Harrison Jr.) pero en un rol mucho menor dentro de un relato más macro que giraba alrededor del proceso judicial farsesco seguido contra los Chicago Seven o líderes de las protestas y manifestaciones en relación a aquella Convención Nacional Demócrata de 1968, la que generó serios disturbios con la policía y la elección de Hubert H. Humphrey como candidato a presidente, quien de todos modos terminaría perdiendo la elección contra el republicano Richard Nixon en medio de un descontento generalizado de la población en materia de la interminable Guerra de Vietnam; en suma un caso con cargos de conspiración y perturbar la paz social que en un principio incluyó al propio fundador de los Panteras Negras, Seale, quien después de llamar en repetidas ocasiones “cerdo fascista y racista” al impresentable juez Julius Hoffman (en pantalla Frank Langella) fue apartado y sentenciado a cuatro años de cárcel por desacato al tribunal, lo que dejó al resto de los acusados -Abbie Hoffman, Jerry Rubin, John Froines, Tom Hayden, Rennie Davis, David Dellinger y Lee Weiner- transformados en un mismo bloque a demonizar en representación de la Nueva Izquierda de entonces. King, aquí en su segundo largometraje a posteriori de Newlyweeds (2013), le saca todo el jugo posible a las prodigiosas actuaciones de Daniel Kaluuya, visto en las geniales Sicario (2015), de Denis Villeneuve, ¡Huye! (Get Out, 2017), de Jordan Peele, Viudas (Widows, 2018), de Steve McQueen, y Queen & Slim (2019), de Melina Matsoukas, y LaKeith Stanfield, un actor un poco más afectado y de segunda línea conocido por Straight Outta Compton (2015), de F. Gary Gray, Miles Ahead (2015), de Don Cheadle, Snowden (2016), de Oliver Stone, Death Note (2017), de Adam Wingard, La Chica en la Telaraña (The Girl in the Spider’s Web, 2018), de Fede Álvarez, Uncut Gems (2019), de Benny y Josh Safdie, y Entre Navajas y Secretos (Knives Out, 2019), de Rian Johnson, intérpretes que humanizan a sus respectivos personajes en una faena apasionante en la que Kaluuya en especial descuella en el discurso posterior a su salida de prisión por una apelación ante un público en éxtasis, aquel hermoso de “mata a unos cuantos puercos y obtén un poco de satisfacción, mata a más puercos y obtén más satisfacción, ¡mátalos a todos y obtén una satisfacción completa! No es una cuestión de violencia o no violencia, es una cuestión de resistencia al fascismo o de no existir dentro del fascismo: puedes asesinar a un liberador pero no puedes asesinar la liberación, se puede asesinar a un revolucionario pero no se puede asesinar una revolución, y puedes asesinar a un luchador por la libertad pero no puedes asesinar a la libertad”. Al combinar lo mejor del cine testimonial y de los thrillers políticos y de espionaje el film consigue ser una rara avis en el mainstream actual que pondera la gran revolución socialista desde la honestidad más fervorosa y altisonante…