Jojo Rabbit

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

El amigo imaginario nazi y gritón

Con desparpajo y mirada crítica, la película del neozelandés retrata el triángulo entre un niño nazi, una niña judía y un amigo imaginario muy parecido a Hitler.

Con el hándicap alto, gracias a Casa Vampiro –ese mockumentary lóbrego que proliferó del boca en boca y colmillo a colmillo, entre el cine y las pantallas pequeñas- y Thor: Ragnarok –de lo mejor de la casa Marvel, realmente a la altura de las comedietas bufonas de Stan Lee y Jack Kirby–, el neozelandés Taika Waititi se pone ahora el uniforme de Hitler, azuza como amigo imaginario los días y penas de un pequeño de diez años en plena decadencia nazi, mientras una niña judía permanece escondida entre las paredes de su casa.

¿Qué hacer? ¿Cómo conciliar los mandatos gritones del Hitler que se le aparece rutinariamente con la realidad que significa esta niña escondida? Basada en la celebrada novela Caging Skies, de la norteamericana Christine Leunens, Jojo Rabbit se le anima a la farsa disparatada con la Alemania nazi como escenario. Y lo hace desde una temprana inclusión de imágenes de filiación cinematográfica. Sobre los títulos, fragmentos de El triunfo de la voluntad, el relevante documental de Leni Riefenstahl, cineasta del régimen nacionalsocialista, convergen con una dinámica musical suscitada por música de Los Beatles.

De este modo, la lisergia se asume y sirve rápido. La operación estética no es novedosa y cada vez es más usual. Es decir, la mixtura de referencias epocales diversas confluyen en el cine como un cóctel molotov, y la deriva resultante se vuelve confusa. Pero el contraste funciona, y lo que parece una locura paulatinamente se asume desde un lugar más introspectivo, frío, herido. Ni qué decir que todo ello tendrá que ser narrado desde el rostro angelical de este niño que parecía reunir condiciones físicas arias, hasta que una bomba le explota encima. Parece un cuadro de Picasso, dirán de él, hasta descubrirlo ante cámara.

“Jojo Rabbit” lo bautizarán los propios amigos de armas, quienes se burlan de este pequeño ante la presumible cobardía de un padre desertor, y la alusión con el animalito al que no se anima a partirle el pescuezo. Todo ello dentro de las actividades programadas por uno de los tantos campamentos dedicados a las juventudes nazis; en este caso, a los niños. Campamentos que el documental de Riefenstahl ya refería con grandeza y admiración. De acuerdo con el vínculo cinéfilo, no sólo este film es el que Waititi utiliza como alusión polémica, sino también el que es uno de los clásicos títulos de la producción fílmica de por entonces: Hitlerjunge Quex, realizado por el nazi Hans Steinhoff en 1933, en donde el joven protagonista encontraba en la juventud hitleriana el horizonte anhelado y la razón de ser. Un diálogo de cine que permite pensar también Jojo Rabbit como una variación de Education for Death, un corto de la factoría Disney que explicaba, en 1943, cómo los más pequeños eran introducidos en las bondades pérfidas del régimen, aun contra el deseo de padres y madres.

En Jojo Rabbit, así como en ese cortometraje, los jerarcas y oficiales a cargo no son más que un manojo de imbéciles. Peligrosos, machistas y adictos a la violencia. El racismo les es inherente. Y el pequeño Jojo (Roman Griffin Davis) que no quiere ser nada más ni menos que uno de ellos. Allí sobresale el Capitán Klenzendorf (Sam Rockwell), imposibilitado de seguir en las filas, le falta un ojo, a cargo ahora de introducir en este régimen decadente a los más jóvenes. Rockwell, se nota, se lo pasa en grande. Y todavía más con los breves gestos que denotan la simpatía sexual por uno de sus subalternos.

Como paradoja, el clima pútrido del film se respira entre cielos azules, verdes de bosque y arquitectura preciosa. Casi de cuento de hadas. Entre medio, cuelgan algunos cadáveres como advertencia. Y los techos de las moradas poseen ventanas que parecen ojos vigías, a partir del lúcido observar que despliega la cámara. Es un entorno amenazante, en donde las calles se han vaciado, y quienes las transitan procuran una normalidad hipócrita.

Jojo, por su parte, encuentra en Hitler al rock-star que su edad le reclama. Su pieza está llena de imaginería nazi. Su madre (Scarlett Johansson) es su lugar de cariño pero también el mural contra el que golpea. Mientras el niño cuelga cartelería nazi y profundiza su odio hacia los judíos, la madre lo contradice con gestos diferentes, viajes en bicicleta, promesas de amores venideros. La contradicción final aparecerá en la niña escondida tras las paredes. Una judía en suelo propio. Los temores más horribles, finalmente en la cara.

Entre las maneras de sobrellevar lo que parece terrible, surge una oportunidad. Escribir un libro sobre los judíos. Demoníacos, con poderes paranormales, capaces de asumir formas raras, débiles a los brillos de metales preciosos. El mal olor les acompaña. Jojo lleva adelante sus pesquisas, mientras entabla un vínculo con esta niña, apenas mayor, de una edad semejante a la hermana que ya no está. Elsa (Thomasin McKenzie) asume de a poco otro lugar. La situación es previsible, pero ¿cuál podría ser el derrotero, cómo salir de la incertidumbre de muerte que promete el contexto?

Mientras Elsa promueve otras miradas y atenciones en Jojo, la figura de Hitler es la que inversamente se desespera y desmorona. La caracterización que lleva adelante el propio Taika Waititi lo sitúa en un lugar de diálogo con otros, dedicados a mismo oficio, desde Charlie Chaplin a Peter Sellers. Seguramente, no llegue a arañar el genio de aquellos, pero de lo que se trata es de urdir un poco más en la gracia patética de ese hombrecito con bigote cuadradito y gestos histéricos. Es cierto que la banalidad podría ser rozada, pero Jojo Rabbit es una película que juega estos gestos en procura de una caracterización mayor, nada ingenua, que culmine por hacer entrever al niño que todo aquello en lo que creía no era más que un mundo criminal.

En este sentido, la secuencia del bombardeo, en donde las casitas de cuento de hadas comienzan a reventar, entre cuerpos desmembrados y niños soldados, será el momento de la revelación. Sólo la asunción de la farsa como llave estética permite que la película avance, porque no hay manera de plasmar cómo el horror podría metabolizarse desde la mirada de un niño. Un horizonte negro, en todo caso (allí está Alemania, año cero, el ejemplo maestro). Así como el amanecer de bombas que Elsa y Jojo miran desde la ventana. Por todo esto, la secuencia final elige un motivo que podría resultar pueril, pero no es así. No sólo guarda el gesto un vínculo argumental con lo que la madre de Jojo decía y prefería cuando elegía bailar, sino también una apelación poética que permita catalizar lo que ya no se sabe cómo proseguir.