Jojo Rabbit

Crítica de Guillo Teg - El rincón del cinéfilo

Jerry Palacios, un viejo maestro en esto de ver películas y tener que recomendarlas en su oficio de encargado de sucursal de un video club, durante el auge de estos entre la mitad de los ‘80 y mitad de los ‘90, me espetaba su axioma: “si te cuesta explicarle a alguien de qué la va un título, éste es malo por definición”. En esos días discutíamos a viva voz sobre obras como “Bajo el peso de la ley” (Jim Jarmusch, 1986) o “Repo man” (Alex Cox, 1984), muy lejos del contenido de éste estreno. y también de ese axioma con el cual jamás acordé; pero algunas hilachas de esa frase que quedó arraigada en la memoria (además del cariño por Jerry), se puede aplicar al desconcierto que genera ver “JoJo Rabbit”.

La dificultad de explicarla no está en su síntesis argumental ni en su desarrollo, lineal, vertical, progresivo; sino en la construcción cultural, ideológica e histórica que el espectador pueda tener sobre la Segunda Guerra Mundial, en especial el holocausto judío, y como éste es visto a través de los ojos del protagonista. En éste punto, y sólo en éste punto, es donde nos podemos instalar para tratar de entender qué fue lo que vimos.

JoJo (Roman Griffin Davis) es un niño cercano a pasar de la niñez a la adolescencia, que vive en Berlín y anda desesperado por aprender a matar judíos para cumplir su sueño de ser guardia personal de Hitler (Taika Waititi), a quien de paso tiene como amigo imaginario y consejero. Asiste junto a su compinche Yorki (Archie Yates) a un campamento para aprender desde hacer una carpa a lanzar granadas contra los judíos. Un campamento, comandado por el Capitán Klezendorf (Sam Rockwell) y su asistente Freulein Rahm (Rebel Wilson), en el cual JoJo empezará a encontrar las diferencias entre el discurso y el hecho. El niño vive con su madre (Scarlet Johansson), miembro de la resistencia, sin que su hijo lo sepa (¿lo usa de disfraz?), en una casa en la cual un buen día descubre que tras las paredes se esconde Elsa (Thomasin McKenzie), una casi adolescente judía a la cual la mamá está ayudando a esconderse.

Antes que nada, “JoJo Rabbit” es una sátira, género difícil si los hay, pero una cosa es hablar de vampiros, como en aquella memorable película de Roman Polanski (“La danza de los vampiros”, 1967), y otra muy distinta es hablar del nazismo y su doctrina ideológica, porque la sensibilidad sobre éste tema nunca dejará de estar a flor de piel. Por esa línea finísima transitan los primeros cuarenta minutos de éste estreno porque si la sátira es “un subgénero lírico que expresa indignación hacia alguien o algo, con propósito moralizador, lúdico o meramente burlesco”, lo que es difícil encontrar aquí es la indignación.

Así y todo, hay un gancho cinéfilo que logra atrapar por fuera del argumento y es la convivencia de dos estilos en principio incompatibles: la estética, que remite someramente al cine de Wes Anderson (con manejo de colores pastel incluido), y el conjunto de gags, tanto físicos como literarios, muy cercanos a la mente de Seth McFarlane y, por qué no, algunas pinceladas de Sacha Baron Cohen. La combinación de estilos tiene momentos en donde conviven bien y otros en donde toda la producción en su conjunto se plancha, se estira.

Como sea, el espectador deberá tener en cuenta que la premisa principal de ésta obra es la de poder sentarse en la butaca y hacerse cargo del desafío de reírse de las absurdas crueldades del nazismo, de Hitler, de la doctrina antisemita, y demás horrores; pero narrados desde personajes instalados en esa vereda ideológica. Si se está lo suficientemente permeable, hay buenas chances de descubrir el hueco por donde el discurso se escapa: la inocencia de los tres extraordinarios niños que habitan el metraje. Roman Griffin, Davis Archie Yates y Thomasin McKenzie, están brillantes. Sus improntas, su desparpajo y la falta de filtros no hacen otra cosa que reflejar la capacidad de los adultos de corromper el alma de las siguientes generaciones, y tal vez eso es justamente lo que provoca esa sana incomodidad intelectual. Eso no pasa seguido en el cine, pero cuando ocurre, para bien o mal de cada subjetividad, la película queda en la memoria.